Wednesday, October 05, 2005

OAXACA, LA TIERRA DE MARIA SABINA.

OAXACA ENCANTADORA.
Por Waldemar Verdugo Fuentes

“Amo una piedra de Oaxaca...” (Gabriela Mistral)

Cuando la escritora chilena Gabriela Mistral visita la zona, escribe: “La ciudad de Oaxaca fue fundada en un valle del que todos tendríamos justa noticia si la América se conociere lo mejor de ella misma, lo único indudable de ella, que es su geografía maravillosa”. Oaxaca es el petróleo refinado, es talabartería, los textiles, la cerámica, el turismo y la Quelaguetza, la orfebrería y los recursos de la minería; es el grafito concentrado, la mica y el hierro, el carbón, oro, plata, cobre, zinc, titanio. Es el maíz y la azúcar, el frijol, el trigo, el arroz y la alfalfa verde, el ajonjolí y el tabaco. Es el café llamado “oro”. Es el papel y hermosas lenguas y dialectos. Es la fruta: aguacate, piña dorada, limón agrio, sandía, guayaba olorosa, melón y papaya. Oaxaca es la tierra del venado y del zanate de oro, el ave misteriosa que habita la curva del encanto.

   Y es una expresión furiosa de la tierra: sesenta millones de años atrás, en el llamado período Terciario, el territorio que es Oaxaca estaba cubierto de mar; entonces los océanos del Pacífico y el Golfo de México se encontraban unidos. Cuando llegó la época Cenozoica, brotaron las montañas y se hicieron los valles que hoy configuran la zona. Del mar que fue Oaxaca se sabe algo por los testimonios que rescatan los arqueólogos, fósiles marinos, restos de animales antediluvianos, plantas petrificadas... El hombre oaxaqueño comenzó a reinar en el lugar de un pasado remoto, ubicándose este como uno de los asentamientos humanos prehistóricos de nuestra civilización: es la razón de que su mitología sea maravillosa. Las pruebas científicas verifican que 10.000 años antes de la era actual, ya merodeaban los nómades por la región; 3.000 años antes de nosotros hay restos de una primera cultura organizada, con sus propios mitos a imagen y semejanza de sus sueños. Estos poblados originales conservan aún la personalidad y el carácter que, en tiempos prehispánicos, los hicieron creadores de culturas tan fastuosas como las de Mitla y Monte Albán, que tratamos aparte.

   Ahora, para sólo rozar la mitología que nace en Oaxaca no bastaría un libro entero, sin embargo, algo podemos insinuar, por ejemplo, acerca de la creación del hombre según como preservan el mito  las poblaciones de Mixtecos y Zapotecas: los dos grupos humanos más antiguos de Oaxaca. Para don Pedro de Atzompa, alfarero en barro negro y limpiador zapoteca, “el aliento y respiración divina que es Pitao creó la Tierra con fuego, piedras y terremotos. Al mismo tiempo hizo al hombre, para que trabajara y lo venerara.  Pero el hombre se olvidó de él. Entonces volvió a hablar Pitao, de modo severo, con fuego, piedras y terremotos, hasta que él todo se incendió y comenzó a morir.  Aquellos que al huir del fuego se metieron al agua, se convirtieron en peces;  los que treparon a las copas de los árboles se hicieron monos; quienes ascendieron a las montañas, volaron vueltos aves antes de alcanzar la cima. Otros, que gatearon despavoridos, se tornaron tlacuaches y los que se arrastraron se volvieron culebras y así, surgieron todos los animales de la creación. Los hombres que se arrepintieron hondamente, sobrevivieron en la Tierra con sus mujeres y procrearon hijos, que son los hombres que trabajan y aman a su dios”.

   Para los Mixtecos la creación se hizo de otro modo. Para don Roberto de Juxtlahuaca, hacedor de juguetes de madera y maestro mixteco, “en el principio todo era caos y confusión. No había ni luz, ni días ni años.  Imperaba la oscuridad y la tiniebla y el agua inundaba la faz de la Tierra: en su superficie únicamente existían limo y lama.  Aparecieron entonces el dios Uno Ciervo, que por sobrenombre tenía el de “culebra de león”, y una bellísima diosa, cuyo nombre era también Uno Ciervo y cuyo sobrenombre era “culebra de tigre”. No teniendo donde reposar, sacaron del agua una gran peña, sobre la que construyeron hermosos palacios. Esta peña estaba en un cerro muy alto, junto al pueblo de Apoala. En el techo de sus suntuosas habitaciones, los dioses tenían una hacha de cobre con el filo hacia arriba: sobre el filo estaba el cielo, paraíso de felicidad y abundancia. Tuvieron dos hijos, uno que se transformaba en águila y que se llamaba “viento de nueve culebras”, y otro que se convertía a su antojo en rara serpiente alada y que tenía por nombre “viento de nueve cavernas”.

   "Estos hermanos -sigue don Roberto-, el águila y la rara serpiente alada hicieron jardines con perfumadas flores, frutos exquisitos, especias y hierbas de olor.  Acostumbraban hacer las primeras ofrendas quemando beleño molido -en vez de incienso- en pequeñas vasijas de barro. Viendo que no tenían para su descanso más que ese mínimo vergel, suplicaron a sus padres que las aguas se separaran de la tierra y se distinguiera la luz de la oscuridad. Los hermanos tuvieron esposas que engendraron más dioses, pero continuaban rogando por la claridad y la tierra seca. Así, un día les fue concedida su petición, hubo un gran diluvio, perecieron muchos dioses; más, calmado el diluvio aparecieron el cielo y la tierra, por aliento del Creador De Todas Las Cosas. Los hombres se recuperaron y se pobló la mixteca”.

   Es cierto que Oaxaca está formada por plegamientos espectaculares de la corteza terrestre. Tres sierras gigantescas la conforman: la Sierra Madre Oriental, la Sierra Madre del Sur y la Sierra Atravesada, que al conjuntarse integran el bien llamado Nudo Mixteco, con sus muy respetables alturas: enumerando diremos que en territorio del grupo Mixe está el cerro de Zempoaltépetl, con 3.396 metros de elevación.  En la sierra de Ixtlán destacan las alturas del Cuajimaloyas (2.814 metros), el cerro del Campanario (2.600 metros), el Malacate (2.500 metros), el Nindá Naxinda (2.900 metros), y otros que no destacan tanto por su altura sino por sus peculiaridades, como el cerro Rabón (1.830 metros), en cuya cima existe una laguna, y el cerro de Los Frailes (2.725 metros), desde cuya cima puede ser contemplado el Pico de Orizaba, con sus 5.580 metros de altura. En la frontera oaxaqueña con Chiapas está el cerro del Baúl (2.028 metros), en Tlaxiaco el Yucamino (2.875 metros) y existen otras alturas notables, como el cerro de la Sirena (3.200 metros), el de Tres Cruces (2.700 metros), el Balcón (2.800 metros), el Gordo (2.680 metros)... caminos que elevan a lo alto y crean y recrean la fábula del hombre de esta parte de América.

   A estas alturas de Oaxaca corresponden profundos barrancos, sumideros y grietas insalvables. Así, la tremenda cañada de Cuicatlán -la más grande del Estado- esconde el Cañón de Tomellín que origina el río Atoyac. Descender otro cañón, Ixtlayutla o el de Yucuxina, es trabajo inmenso; espeleólogos de todo el mundo visitan comúnmente la zona para explorar alguna de sus cuevas, por ejemplo, la llamada del Sótano de San Agustín nunca ha sido extensamente estudiada, y como esta varias más, porque Oaxaca, se sabe, esconde algunas de las grutas más profundas de nuestro planeta, que ha creado alrededor de estas bocas de la Tierra toda una cosmología. Por decir, como la que existe sobre la Fortaleza de Guiengola, en el Istmo de Tehuantepec, donde la enorme caverna está habitada por los genios de la cordillera y por las ánimas de los progenitores, y que sirviera de refugio de bravos héroes de la raza. En Guiengola, ídolos multicolores ruedan sin fin, puliendo sus cuerpos de ónix, granito y obsidiana, entre caminos de árboles interiores de frutas al alcance de la mano, deliciosas; transitan calmos y serenos animales salvajes, como eran antes de que comenzaran a huir del hombre. En muchas rocas de la gran gruta, los jeroglíficos van relatando verdades perdidas, dibujadas por quizás qué mano venerable. Sin embargo, nada puede ser extraído de Guiengola, pues quien se atreviera a pensarlo siquiera sería extraviado sin remedio en sus oscuros laberintos. Aquí sabemos que Guiengola es una de las entradas al Reino Interior, que tiene su propio sol y sus propias estrellas y donde viven personas como nosotros.

   Cuando se observan con detenimiento los fenómenos naturales -el día y la noche, el cambio de las estaciones, las edades del metal y la rosa- aflora una cierta recóndita convicción del poderío que necesariamente debe mover estas fuerzas, y nace la búsqueda por ser grato a ese poderío, y que nos favorezca. Así, poco a poco hemos venido entendiendo el ritmo propiciatorio, por ejemplo, de ciertas fechas para sembrar, otras para recolectar los frutos tan costosos de arrancar de la tierra; pero además del ritmo, el hombre confía en sus actos de respeto por el dios o los dioses que sean, esperando mejores cosechas y no caer bajo el enojo divino que mata.

   Y si a través de nuestra historia enumeramos deidades y les damos nombres poderosos para el logro y para contrarrestar el mal (sea cual sea la idea que se tenga de él); en nuestros dioses nos refugiamos y vincula el hombre íntimamente a ellos su vida, encontrando explicación a muchos misterios y ayuda de lo que no conocemos, de lo indescifrable. Se sabe que el mayor dolor del alma es sentirse abandonada por sus dioses porque el hombre solo sobrevive siendo humilde, por eso inventa seres superiores que le ayuden a interpretar los fenómenos de la Naturaleza; piensa dioses buscando fe y confianza en que vivir no es en vano, para disminuir dignamente los dolores, responder a todo lo que nuestra inteligencia no sabe explicarnos y, muy principalmente, inventamos seres superiores para enfrentar no tan solos el inevitable fin del tiempo que nos toca a cada cual vivir.

   Como es común en los más arcaicos núcleos de florecimiento humano, en Oaxaca a los grandes dioses mayores -el Sol, el Agua, la Tierra- complementan su cosmogonía incontables dioses menores, pues en general piensan que todo lo existente lleva en sí esencia de divinidad, y hablan de un dios-tormenta, dios-árbol, dios-rayo, dios-animal, dios-hombre... viéndose en estos caminos dioses humanos y humanos divinizados, en una escala que va de lo pequeñito del ser frente al Universo, hasta el hombre todopoderoso que puede ir a las estrellas y volver a su arbitrio. Y en esta escala oaxaqueña los peldaños son incontables;  ocupando sitio seres mágicos con atributos fantásticos, provistos de peculiaridades divinas, capaces de trastornar el orden de las cosas, ocupando sitio adivinos,  magos,  brujos,  hechiceros,  chamanes,  curadores  del mal y del bien, que por misteriosas razones tienen acceso a los secretos de la vida, a esa zona vedada a uno.

   El peligro de muerte y la enfermedad son trances en que la magia puede aportar una cierta acción paliativa y, ¿por qué no?, obtener ayuda divina preferentemente si quien la pide está en posibilidades de hacerlo con sus ritos aprendidos en miles de años de transmisión oral. Mientras, además de sembrar y cosechar en el tiempo adecuado, el hombre va aprendiendo otras cosas; sabe, por ejemplo, que hay hierbas que lo alimentan y otras no. Unas plantas serán remedios eficaces, otras brindarán un grato condimento, estas serán de raro efecto en la mente, las de allá son venenosas y las de este lado sirven para que subsistan otras, o permitan la vida de la fauna, también sagrada.  Admirado por la destreza del animal, de este trata de lograr su velocidad, de otro su fuerza y de aquel su habilidad para la subsistencia.  El aire claro y la niebla espesa, la piedra, el agua, el fuego, los cerros y las montañas, la cañada, cada valle, la gruta, caverna y cueva, el río, la selva, el desierto oaxaqueño cobijan vidas divinas y seres maravillosos, algunos terribles, comprendidos por cada tribu de modo distinto, con explicaciones propias de su origen individual como etnias, de acuerdo a su propia cultura, porque entiéndase, cada uno de los catorce asentamientos tribales de Oaxaca tiene una cultura propia, volviendo en muchas lenguas el pensamiento, la palabra, el canto, música, arte y temor y reverencia a lo desconocido.

   Zapotecas; Mixtecos; Mazatecos; Chinantecos; Mixes; Chatinos;  Amuzgos; Cuicatecos; Huaves; Chontales; Triques; Popolocas;  Ixcatecas;  Chochos;  Zoques;  Naoas;  algunos con origen absolutamente desconocidos, otros con antepasados que se remontan a miles de años, en que ni sus guerras internas ni la evangelización han logrado desterrar totalmente sus dioses, que están vivos, algunos disfrazados con nombres y ropajes cristianos, en una extraña mezcla que, de alguna manera, une el temor del aborigen con los miedos que traían en su mente los europeos. Así, el Pitao, gran dios gigante zapoteca, sobrevive interpolado en el dios cristiano; el Sabi, espíritu mixteco de la lluvia, es también San Marcos, y la Virgen de Guadalupe posee el poder de Tonantzin para los naoatls; es verdad que en Oaxaca es muy difícil distinguir dónde terminan los dioses antiguos y comienzan a actuar los nuevos, lo que hace infranqueable encontrar la definición del territorio “de poder” entre unos y otros.

   A ciencia cierta, se desconoce de dónde vinieron los primeros que poblaron Oaxaca; los investigadores deducen diversos orígenes sin ponerse de acuerdo.  Hay quienes dicen que fueron Toltecas pero también hay fuertes influencias Olmecas: se supone que llegaron en tiempos cercanos unos y otros, hace milenios. Sin embargo, dice el maestro zapoteca Gabriel López Chiñas, "los investigadores podrán tal vez, encontrar la verdad científica de nuestro origen; pero nosotros los binnizá de Oaxaca vivimos, soñamos y morimos asidos a la verdad poética de nuestra antigua mitología”.

   Cuando los españoles llegaron a Oaxaca vieron rasgos de cosas nunca antes vistas: lejanos eran los días en que una de sus ciudades sagradas, la soberbia Monte Albán ya había sido abandonada por sus constructores, los bellos gigantes llamados "binnigulaza": "procedentes de las nubes, se aparecieron en el cerro sagrado Daniban, donde enterraron el cuerpo enorme de su legendario caudillo Xozijo; enclavada en el corazón mismo del gigante enterrado se construyó la magnífica Monte Albán" (Códice Zapoteca). Al inicio de la invasión extranjera se cerró la puerta de Mitla, en zona zapoteca, donde está la entrada y la salida de la eternidad; aunque ya hacía siglos que la ciudad del tiempo había sido tragada por la tierra, y la encontraron los españoles poco menos que como está hoy: semi enterrados sus muros de piedra cubiertos de escritura tallada con la historia de Mitla, señalada como una de las ciudades ceremoniales más importantes de América, que albergaba escuelas de botánica y matemáticas, de poesía y medicina; sus astrólogos dejaron escrito en la piedra la forma redonda de la Tierra y un calendario de eventos que se inicia en el pasado olvidado y se pierde en el futuro ignorado.

   Ya los pueblos de Oaxaca poca fuerza tenían para combatir entre sí; hacía unos doscientos años que la fortaleza magnífica de Teozapotlán y su constructor Zaachila I, rey de los Zapotecas, se habían establecido como un centro cultural en la región. Su hijo Zaachila II, fallecido, no urdía sagacidades políticas para doblegar a los invencibles Mixes. El legendario 8 Venado de los códices, "Garra de Tigre", unificador de los Mixtecos, había dejado de extender sus dominios por los valles como lo había hecho en los primeros tiempos del año 1000. Zaachila III ya no combatía contra los Aztecas, desde que su hijo heredero de sus glorias Cosijoesa, había llevado su fidelísimo amor a la hija del Ahuízolt, el rey Azteca. Cuando llegaron los conquistadores, el descendiente legítimo de Cosijoesa, Cosijopü, que significa "Rayo de Aire", fue bautizado "Juan Cortés". Pronto, el primer asentamiento español en Oaxaca: Segura de la Frontera, fue llamado Antequera junto con el nombramiento de Hernán Cortés como marqués del Valle de Oaxaca. El nombre de Antequera fue tomado de su homóloga, la antigua Anticaria, ciudad cercana a Málaga en España. Luego de varias Cédulas, el 25 de abril de 1532 el rey de España expidió el título de Ciudad a la Villa, otorgándole su propio escudo de armas.

   Fueron solicitados los servicios del arquitecto Alonso García Bravo para que organizara el trazado urbano en el valle, que incluía, además de la ciudad capital de Oaxaca, las villas de Cuilapan, Etla y Tlapacoyan, que componían el marquesado. García Bravo fue el mismo que había hecho los planos de la Ciudad de México y de Veracruz, por lo que sabía bien de utilizar las construcciones magníficas, templos y asentamientos de los naturales, algunos de varios miles de años, cambiando la fisonomía urbana de Oaxaca, hasta dónde pudo, al gusto español.

   Se anuncia el verano en esta mañana olorosa de primavera que ando por las calles de la ciudad de Oaxaca. Mi primera impresión es la de que el mundo ha disminuido de estatura; ningún edificio alcanza altura desmesurada; los sólidos portales de la Plaza Mayor de exuberancia tropical son bajos y profundos, los pilares macizos están hechos para soportar gruesas estructuras, pero las casas del centro no tienen más de dos pisos, de grandes muros y brotando de suelos de roca por los que alguna vez cruzaban fuertes comitivas. Los interiores están plagados de flores que parecen brotar de los exquisitos ventanales de hierro y puertas con motivos labrados que parecen seres vivos de metal brotando de las maderas finas y sólidas. Los contrafuertes exteriores macizos de hierro le prestan a las casas aspectos de fortaleza; hay profusión de metal forjado, se ve aplicado en barandales, rejas, llamadores, bisagras, bocallaves, terminaciones de motivos sencillos pero que se hacen arte por la perfección del trabajo artesanal aplicado. De una pieza curva que sujeta ventanas, veo brotar ramos de hierro que se inclinan hacia abajo, como reverentes para estallar en grandes flores de anchos pétalos, sutiles pistilos, con toda gracia plástica. Al interior son casas coloniales plagadas de espejeantes azulejos y fina cantería. Su portada es simple: un dintel cuadrado entre columnas, y un balcón arriba, también entre columnas, que descansan sobre las de abajo. Todo con gran predominio del muro, del lleno, sobre los vanos. Son casas construidas en plan de defensa contra los terremotos, que no son poco frecuentes aquí.

   Dominando este conjunto de edificios bajos, destaca el Templo de Santo Domingo, arrogante, desde sus bóvedas se domina toda la población. El templo y monasterio de Santo Domingo sigue esta construcción, es poco más alto y le han agregado hacia arriba nada más las torres de los campanarios; a su alrededor parece haber ido formándose por agregación de sucesivos edificios; primero un patio, luego otro, luego otro. El claustro principal de Santo Domingo es de las obras coloniales más conocidas de Oaxaca; hay en su centro una fuente que en un tiempo estuvo adornada de columnas; sus corredores están formados por arcos de medio punto que descansan en medias muestras adosadas a pilares; estos pilares por el exterior hacen de contrafuertes y por dentro sobresalen en grandes resaltos rectangulares, en los que hay retratos pintados hoy en restauración. Tiene el claustro bajo bóvedas nervadas y el alto vaídas. El patio llamado de la Torrecilla evoca en sus grandes bloques de piedra el aspecto de un castillo medieval: en dos de sus ángulos hay entradas a pasadizos interiores. La gran escalera que sube al convento está cubierta con una rica bóveda decorada como la del crucero del templo, que en su decoración interior tiene gran magnificencia, está ricamente ornamentado; luego de ver el interior del santuario, uno recuerda la leyenda que habla de que bajo estas piedras bruñidas hay un tesoro oculto; creemos que el tesoro es todo este rico templo de Santo Domingo. He podido ver Oaxaca desde lo más alto del templo; en el extremo de un cerro veo un paseo que domina una estatua del héroe oaxaqueño Benito Juárez, señalando con sus diestra extendida la estación del ferrocarril. Dicen que cuando algún forastero se muestra disgustado de la ciudad, lo llevan ante esa estatua que le señala el camino por donde debe alejarse. El rocío mañanero le da a Oaxaca una coloración verde, es la humedad que acentúa ese color en la piedra antigua. Parece desde lo alto una ciudad toda de jade, muy sólida y vigorosa.

   Conversamos con el cronista Erasto León Zurita, autor de "Oaxaca, rostro antiguo", quien dice que la llegada de los españoles cambió marcadamente la fisonomía de la zona: "Ansiosos por estrenar sus casas, los vecinos, de acuerdo a su rango fueron haciendo construcciones, utilizando en muchos casos las piedras y materiales y hasta el mismo sitio de los templos antiguos, de las ciudades ceremoniales, de los sitios conquistados, que fueron aniquilados entregando sus bienes a los conquistadores, quienes fueron sumándoles una serie de productos de su tierra, con los cuales aminorar la nostalgia. Junto al trigo se trajeron la cebada, el arroz, la avena. Se sorprendieron con el tomate, el jitomate, el cilantro y el chile (ají), sólo que les escaldaba la boca y entonces lo complementaron con azafrán, anís, perejil, laurel, con los que pudieron guisar sus alcachofas, sus puercos y sus garbanzos. A la papa, el cacao, el camote americanos, les agregaron los rábanos, la zanahoria, el café, la lechuga y una extensa variedad de frutas como la calabaza, las sandías, los melones, los higos, la fresa, el plátano, la naranja y, claro, la uva. Alguien estimó conveniente utilizar el arado, junto con los que lo jalaban. Bueyes, caballos, asnos entraron a la faena. Hombre y animal aportaron una imagen nueva. Toros y vacas hacían más nutritiva la dieta.

   "Pero no bastaban los animales de carga y a lomo de indígena se hacía igual toda la labor pesada. El maltrato sumado a las enfermedades que también trajeron, hasta causar epidemias devastadoras en ciertos tiempos, hicieron insuficiente la fuerza indígena. Los negros africanos importados llegaron a ocupar el más bajo escalón de la pirámide social. Pero, pronto se inició el mestizaje. Surgieron españoles, criollos, mestizos, mulatos y negros que hicieron más confusa la situación social indígena.  La explotación para extraer los metales de las minas en Oaxaca fue una de las más crueles practicadas en América; la ambición española se había visto exacerbada desde que Moctezuma les había dicho que gran parte del oro Azteca provenía de la Chinantla oaxaqueña, de tal manera que esperaban que las montañas fueran de oro puro, con un poquito de tierra encima. Cuando descubrieron unas buenas vetas en Santa Catarina Mártir, en 1580, se desató una fiebre que duró un tiempo, pero la mano de obra de negros e indígenas resultaba cada vez más dificultosa, cuando los mineros no huían del mal trato y la rudeza de la labor, morían por cientos. Se anota que entre 1616 y 1620 hubo un hundimiento en la mina que mató a toda una cuadrilla de indígenas. Como quiera que fuese algo se extraía, entre otras cosas, hierro, que proporcionaba el material para la demanda creciente de herrajes que durante la Colonia se utilizaron en grandes cantidades, incentivando una estupenda capacidad para trabajarlos que hasta hoy se conserva. Otra actividad que alcanzó renombre fue el cultivo de la seda; en el siglo XVIII Tehuantepec sorprendió a todos con su delicada "seda de Vinuesa". En los tintes para tejidos, los naturales aportaron el color grana de la cochinilla, un insecto parásito cuyo cultivo se da en el nopal, y cuyo proceso para obtener el tinte sin igual de brillantes tonos que van del rojo encendido al violeta y firmeza sin igual hasta hoy es un secreto de la región. De tejidos artesanales también había toda una tradición prehispánica; mantas de Jamiltepec o Villa Alta viajaban en los barcos que salían del Nuevo Mundo; lo mismo mantas de algodón, que sarapes, huipiles y otros tejidos cuyos beneficios casi nunca llegaban a sus originales manufactureros. En honor de la verdad, hay que decir que mucho de lo que se hizo desde un principio para acabar con el mal trato al indígena fue obra de los evangelizadores, que los defendieron y les enseñaron las sinuosidades de la nueva cultura. Los frailes llegaron junto a la espada de la conquista. Algunos malhumorados, excesivamente celosos de su religión, que intentaban meter a como fuera, destruyendo sin piedad templos y creencias. No así otros, de alma, sensibilidad y conciencia más profundas. Mención entre estos últimos merecen fray Gonzalo Lucero y fray Bernardino de Minaya, que arribaron a tierra oaxaqueña en 1528; se dedicaron con paciencia a ayudar a los indígenas brindándoles junto con la evangelización el conocimiento del uso de varias herramientas. Luego del 21 de junio de 1535, cuando el Papa Paulo III expidió una bula aprobando el obispado de Oaxaca, el tercero en América, el primer obispo Francisco López de Zárate, de inmediato se impresionó con la cantera de mármol verde y le temblaron las manos para utilizar el material en la construcción de templos e iglesias. Entonces se iniciaron  los colosos arquitectónicos que ahora se admiran, y que en Oaxaca, entre los más antiguos, destacan las iglesias de Yanhuitlán, Teposcula (1550), y la capilla de Cuilapan, fundada en 1555. Otros de arquitectura religiosa española son la iglesia de Tlacochahuaya y los conventos de Santo Domingo y Santa Catarina. En 1576 los jesuitas fundaron el colegio de San Juan, el más antiguo de Oaxaca, al que le sucedió el de San Borja. El obispo Ángel Maldonado informaba que en los albores del siglo XVIII había en Oaxaca cuatrocientas escuelas, con la virtud de ser bilingües. Un monumento excepcional es también la Biblioteca de Santo Domingo, formada desde los inicios de la Conquista, hasta conformar el formidable acervo de la Biblioteca del Estado, hoy patrimonio de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca. Se dice que este acervo bibliográfico es hoy uno de los más ricos de América, porque preserva Crónicas de quienes vivieron la Conquista y otros documentos que lograron rescatarse de los vencidos, como la mayor cantidad de Códices indígenas que existen, donde se rescata la tradición de uno de los asentamientos humanos míticos de nuestro continente".

   Los indígenas oaxaqueños, como en general el natural de nuestra América, es un hombre limpio que rinde desde que nace culto al uso del agua, por simple higiene y por sabiduría acerca de los poderes ocultos de la leche de la naturaleza.  Ellos piensan que de los cerros nace el agua;  en las zonas istmeñas oaxaqueñas y del valle nombran dani, al accidente geográfico que permite al agua escapar del corazón del cerro; así encuentra explicación a los muchos ríos que cruzan la zona, y los  acueductos y canales que siguieron utilizando los españoles, muchos de los cuales están aún en uso.

   Al poderoso río Mixteco, que reúne las aguas de varias otras fuentes, se le ve desembocar en el Atoyac, para dignarse tributario del Mezcala, parte oriental del famoso Balsas.  Al Atoyac muchos ríos le dan vida, como el Etla, el Tlacolula, el Salado y el Miahuatlán, hasta que se convierte en río Verde, y recibiendo otras aguas cruza  la Sierra  Madre  del Sur.  Por Pinotepa y Jamiltepec siete arroyos refulgen como plateados listones, entre ellos el Tierra Colorada, el Tecoyames y el de la Arena.  Dieciséis corrientes se conjuntan en la Sierra al mar, formando una filigrana entre el Verde y el Tehuantepec, contenido en la Presa Benito Juárez desde donde se le da paso a Bahía Ventosa. Desde la Sierra Atravesada, los ríos Juchitán y Ostuta son guiados hasta los espejos de plata que son las lagunas Superior y Oriental.  Impetuosas a la vertiente del Golfo llegan las corrientes bravías del Papaloapan y Coatzacoalcos, que son como mares por el ímpetu líquido que encierran. Tanta agua, sin embargo, no es suficiente, porque no llega a las tierras altas coatzaqueñas, que padecen sed, por lo que la agricultura allí no es favorable.  Como tampoco lo es tanta cordillera que, no siempre, vuelve difícil la vida porque cansa al final la neblina perpetua, como al Principio.  El mar de Oaxaca sí que nunca cansa, por eso tal reverencia a él, tanto respeto y temor: Nizataopani, el mar es para los zapotecas un inmenso ser vivo que se enfurece cuando algo rojo se le acerca, que es bueno pero de mal genio, por lo tanto, si se camina junto a él, hay que hacerlo con cuidado para que no envíe la ola brava que arrebata al hombre de su entorno, ahogándolo.

   Agua que une mares, lagunas y ríos con extensos litorales, y sus puertos, bahías, puntas, playas bellísimas, barras, cabos que estimularon desde antes que naciera la imaginación de la gente de esta tierra... las bahías, por ejemplo, se arrebatan lo mejor; Puerto Escondido, Puerto Ángel, Salina Cruz, Ventosa y Huatulco. Estuve en Huatulco en 1988, cuando se iniciaba lo que hoy es un importante foco turístico; fui invitado por la Secretaría de Turismo de México, y debo decir que sus aguas son de las más limpias que puedan verse, uno se baña entre peces exóticos y arenas doradas de sol. Otras que presumen con sus entradas al mar son Chacahua con su Punta Galera, o la Bahía de Punta Conejo. Otras más tienen su isla, como la de Tangola. Parajes inolvidables conforman muchos puntos oaxaqueños, tanto que de solo estar allí uno se anima naturalmente, quizás por eso desde siempre el hombre de la región alaba a sus dioses para que le conserven su mundo. He visto, “a la hora en que van muriendo nuestros ojos” ("biá ziyati lú miati" en lengua zapoteca), es decir, al anochecer, cuando está oscureciendo he visto a los oaxaqueños rogar a sus dioses e implorarles que protejan su tierra, tributando a dioses que viven aquí, que habitan en cada recoveco de esta geografía violenta, caótica, agresiva, que cuando Hernán Cortés le explicó al Rey de España, simplemente arrugó una hoja de papel y extendiéndola ante los ojos soberanos le dijo que, de ese modo podía comprenderla mejor.

   Converso con el dorador de maderas, maestro Esteban de Robles, un vigoroso defensor de las tradiciones de su pueblo, un hombre sabio de Oaxaca, quien además de preservar un arte único, es un "letrado", el que guarda el conocimiento heredado de sus mayores; lo he conocido en el Barrio de los Artistas donde tiene su taller y enseña a hijos y nietos; de sus manos, como antes de las de sus padres y abuelos, salen esos dorados que desde hace siglos bañan ángeles tallados en finas maderas de la región; él también preserva la técnica del color de la cochinilla, que en sus tonos granates únicos guarda en su fabricación un secreto oculto a los profanos. Natural de San Miguel Sola ("ahora lo nombran Sola de Vega, sin causa posible"), un pueblo situado a ochenta kilómetros al Suroeste de la ciudad de Oaxaca, el maestro Esteban nos dice que "a pesar de los suntuosos templos católicos que comenzaron a levantar los españoles a su Dios y santos; a pesar de que nuestros templos yacían destruidos ocultos por el manto de la vegetación, hundidos en la tierra o utilizadas sus bases para construir los santuarios importados; a pesar de la violencia empleada el antiguo pensamiento siguió vivo en los corazones y en la mente de los oaxaqueños, quienes disimulando hasta donde era posible siguieron practicando sus rituales. El México físico antiguo desapareció, pero la metafísica hasta ahora sobrevivió".

   De acuerdo a lo que afirma Pedro Sánchez de Aguilar en su "Informe Contra Idolorum Cultores" (Madrid, 1639), de rigor, todos los indígenas de México estaban expresamente fuera de los usos drásticos de la Inquisición, "como plantas nuevas en la viña del Señor, no se les podía aplicar el mismo rigor por sus aberraciones de la fe". Para juzgar las culpas de sus extraños ritos y superstición era suficiente la justicia eclesiástica ordinaria, "y aún la competencia de ésta se vio atacada por las autoridades civiles", lo que era un reflejo de la pugna que había entre la justicia civil y eclesiástica, especialmente en el siglo XVII; lo que permitió las prácticas antiguas de adoración dando por sentado que eran costumbres paganas que poco amenazaban el crecimiento de la invasión.

   El maestro Esteban es dorador de soles, rayos de luz y brillos de lunas, "que desde la construcción del primer santuario católico, fueron incluidos entre los iconos que acompañaban a las imágenes. Así, muchos entraron al comienzo en los templos nuevos porque en ellos podían adorar al mismo Sol y encender candelas a la Luna, como hasta hoy día se practica. La práctica religiosa no-cristiana de la región de San Miguel Sola, donde nací, es semejante en toda Oaxaca, y se basa en la creencia de la existencia de, por lo menos, trece dioses. Si por regla general, en cualquier religión, el conocimiento de la metafísica es esencialmente esotérico y limitado a los sacerdotes, con más razón lo fue en una tradición practicada en las sombras; a partir de la Conquista, era una religión pisoteada, con sus templos violados, sin el esplendor anterior de un culto practicado abiertamente. Antes de la Conquista, cualquiera podía conocer cuando menos los nombres y atributos principales de los dioses mayores, porque ahí estaban sus templos a la vista de todos, oficiando los sacerdotes y asistiendo los fieles, quienes, además, tenían efigies de los mismos dioses en sus casas, y dirigían hacia ellas sus plegarias. Ahora todo esto había desaparecido y con ello la omnipresencia de la religión antigua. Ni siquiera los conocimientos más elementales eran del dominio general; sólo se conservaban como tradición subterránea entre los letrados, quienes indicaban en las consultas cuál de los dioses intervenía en cada caso. Uno recibe el conocimiento de sus padres, por tradición oral, aunque desde siempre existieron escritos que también se han traspasado de unos a otros, y que eran ciertamente sagrados; ahora las cosas han cambiado, porque antes estos escritos sólo era posible rescatarlos en amate escrito a mano por letrados que debían dedicar su vida a ello, ahora muchos de estos escritos han sido traducidos y publicados formalmente en libros, lo que junto a la educación del pueblo, aunque existe aún mucho analfabetismo, permite de alguna manera que el conocimiento esté al alcance de quien desee acceder a él".

   Remontándose en los más antiguos de sus mayores, el letrado maestro Esteban afirma las declaraciones de Diego Luis, que aprendió de Diego Yaguila, indio antiguo de San Miguel Sola que no se sabe de quién aprendió. Diego Luis declaró los datos acerca de los trece dioses a Gonzalo de Balsolobre a partir de 1635. "Ahora, yo mismo, Esteban de Robles, declaro estos atributos afirmando como sigue para cada uno de los trece dioses y ofrenda y acto ritual para cada cuál:

   1) El primero, Leraa quitzino, que quiere decir el dios Trece. El dios de todos los otros trece dioses. Su ofrenda es el encendido de copal o candelas, siempre en número de trece. Cuando se llevan las candelas a una iglesia, entonces las reparten en todos los altares existentes, al igual que trece pedazos de copal. El trece encierra el concepto de totalidad.

   2) El segundo se llama Licuicha Niyoa, que es el Sol; es el dios de los cazadores. Se le ofrendan cantos y letanías. En sacrificio se le ofrendan ayunos y abstinencia sexual.

   3) El tercero se llama Coqueelaa, que es el dios de las riquezas; el abogado de la grana. Dios Padre. Su ofrenda es una gallina blanca de la tierra. Se deben emprender los viajes precisamente el día que él gobierna.

   4) El cuarto se llama Locucui, que es el dios del maíz y de toda la comida. Se le ofrendan los primeros elotes (choclos) de la milpa, y se le quema copal rociado con sangre de gallina de la tierra. Se le ofrendan ayunos de dietas específicas.

   5) El quinto, Leraa Huila nombrado también Coquietaa, es el dios de los muertos. Se le ofrenda en sacrificio de uno a tres pollos negros de la tierra, o de un perrillo que puede ser negro o blanco.

   6) El sexto, que se llama Nohuichana, es la diosa del río o del pescado o de las preñadas y paridas. Es la diosa de la vida. Es invocada en el parto y recibe ofrendas en la muerte con su nombre de Leraa Huila; su ave de sacrificio es una gallina pintada de la tierra. En sacrificio se le ofrecen dietas específicas, abstinencia sexual entre lunas y baño ritual.

   7) El séptimo se llama Lexee, que es el dios de los brujos o de los ladrones. Respetado también como causante de los sueños. Se le ofrendan cantos y letanías y una candela de color. En sacrificio se le ofrece un perrillo de color.

   8) El octavo se llama Nonachi, que es el dios de las enfermedades. Se le ofrendan cantos y letanías y candelas blancas. Se le ofrenda en sacrificio abstinencia sexual para que actúe en uno a través de esa fuerza extra que se almacena. Se le ofrenda dietas específicas de alimentos de un color generalmente verde o rojo según el mal. El verde limpia y vigoriza. El rojo fortalece y aumenta la sangre. Se le ofrece baño ritual.

   9) El noveno, Locio, es el dios de los rayos que envía el agua para que se den las sementeras. De él depende el éxito de la cosecha. También se le ofrendan los primeros elotes de la cosecha. Su ave de sacrificio es una gallina negra de la tierra.

   10) El décimo es Xonatzi Huilia, que es la mujer del dios de los muertos, a quien se sacrifica por los enfermos y por los muertos. Se le ofrendan cantos y letanías. Se le sacrifican gallinas de la tierra. Se le ofrenda abstinencia sexual.

   11) El undécimo es Cosana, que hizo los montes, árboles y piedras, que está en las honduras del agua, a quien se encienden candelas y quema copal antes de pescar. También se le nombra Nosanaguela, por ser un dios relacionado con el mar; se le ofrendan cantos y baño ritual.

   12) El duodécimo es Leraa Queche, que es el dios de las medicinas, de la sabiduría del mundo verde, las plantas, árboles y seres de la naturaleza vegetal. Se le ofrenda una gallina en sacrificio y petición. Se le ofrendan dietas específicas y baño ritual.

   13) El decimotercero es Leraa Cuee, el dios de los antepasados. Se le ofrendan los primeros chiles (o ajíes), elotes y el anís, candelas blancas o de colores y cánticos de agradecimiento por la vida. Se le ofrendan dietas específicas, abstinencia sexual entre soles y baño ritual.

   Es así como ahora en esta ciudad capital de Oaxaca, yo mismo, Esteban de Robles, natural de San Miguel Sola, declaro estos atributos afirmando como es para cada uno de nuestros trece dioses".

   Desde la llegada de los españoles, el culto que se rindió a todos estos dioses forzosamente, dijimos, tuvo que ser discreto para no despertar mayores sospechas ante los ojos de los sacerdotes y personas cristianas; desde entonces abiertamente sólo se limitó a ofrenda de candelas en las iglesias cristianas, y en la intimidad familiar al sacrificio de aves de la tierra y perrillos, ayunos con dietas específicas, abstinencia sexual, baños rituales, uso de aromas en que destaca el copal, y otras prácticas que se han preservado por escrito desde el siglo XVII. El sincretismo religioso con el nuevo culto, el maestro Esteban lo explica así: "Como una parte del culto indígena pagano consistía en llevar candelas a la iglesia cristiana, esto pronto dio pábulo a una curiosa identificación entre los dioses antiguos con las efigies de los santos católicos. Se dio por entendido que las velas que debían llevarse a la diosa Nohuichana se pusieran en el altar de la Virgen, especificándose en este caso, que en el de la Virgen del Rosario. La ofrenda al dios Coquielaa se ubica frente a la efigie de San Juan. En algunas comunidades el Santo Cristo recibe velas destinadas a Nosanaqueya. San Simón es identificado entre los brujos con Lexee, a quien encienden sus candelas. En los pueblos pescadores de la costa oaxaqueña de inmediato se identificó al dios Nosanaguela con San Pedro, quien recibe sus ofrendas. Esta identificación, en cambio, no se da en otras prácticas que se conservan desde la antigüedad, que se conservan sin variación, como los baños rituales que deben ser hechos con agua pura, que no está contaminada con ningún elemento y que debe ser trasvasijada para agregar con el movimiento oxígeno al líquido antes de ser utilizado como ofrenda. El nuevo día indígena comienza a la puesta del Sol, por eso para los ayunos rituales que se ofrecen a todos los dioses, se cuentan las 24 horas de víspera a víspera. La víspera indígena es la hora de la oración, el canto y la letanía. Las penitencias, los baños rituales, en cambio, son siempre al amanecer al salir el lucero", -termina el maestro dorador Esteban de Robles. 

   He estado muchas horas en el mercado de Oaxaca: semeja lo más igual a los "tianguis" que describen los cronistas en sus Relaciones de la Nueva España. Es casi imposible enumerar todo lo que se vende, porque en los fines de semana, especialmente el día Sábado, llegan con sus mercancías de todos los puntos, y es enorme la variedad de comidas, son muchos los artefactos, baratijas, adornos y obras de arte auténtico en los más variados materiales, la piedra, la madera, la tela, y las lanas bordadas, el inefable hierro trabajado sin igual en las más diversas formas y para todas las utilidades posibles de imaginar. Son dos cuerpos de edificación; en el primero, el más grande, venden propiamente comestibles en un ambiente agradable; se ven flores bellísimas siempre frescas alrededor de la pila del centro, y en los costados ropa, sarapes de brillante colorido, barrilería, y del otro lado numerosos artefactos de jarca: hamacas, morrales, redes, cinchos, anqueras y todo lo necesario para el hombre de campo y sus animales. El otro edificio es principalmente para cosas del hogar, como loza: negra, que es la preferida, loza de color natural, loza vidriada, verde o color de vino, o fina loza policromada como la de Talavera. Campanitas negras de sonido metálico, candeleros para altares, braserillos de tres pies para quemar copal, ollas de greda roja y negra de todas formas y tamaño, redondas, ovoides, fusiformes. Jardineras agujereadas, para colgarlas del techo de los corredores en todas las formas y tamaños; juguetes estrafalarios, monos negros con un gesto perpetuo, elefantes prehistóricos, manatíes y tortugas entre globos de cristal llenos de agua teñida o custodiando formas religiosas. Se venden legiones de santos de barro, toda una procesión con sus imágenes, figuras pequeñitas y medianas, pintadas a lo vivo, con fuertes colores, con intenso sabor popular. Junto a los puestos de loza están los de cestos y canastas; una infinita variedad, las más finas con su tapa, están hechas de otate y de carrizo para resistir golpes; hay petates y esteras de palma bellísimas que dobladas hacen un pequeño bulto y extendidas cubren hasta tres y cuatro metros. Escobas y abanicos de palma, también cintas y sombreros, toda clase de ellos. En otro lado venden los hierros: la mayor variedad de formas y utilidades posibles. Por otro lado venden la leña; por otro el maíz en rubios montones apilado... abundan los vendedores de tejate, una bebida refrescante de los más variados sabores, y los neveros (he probado exquisitos helados de flor de calabaza, de maguey y otras plantas que son únicos de Oaxaca).

   Un interés principal del mercado son las indias vendedoras, que vienen desde pueblos remotos del Estado, cada una con sus ropas y productos autóctonos; el mercado es su meca y su emporio: llegan con uno o dos días de anticipación, venden la mercancía que han traído de sus pueblos y compran lo que les falta. Si les queda dinero, permanecen el domingo en la ciudad, invaden los bancos del jardín interior oyendo embelesadas la música de las bandas que ahí se reúnen; en la tarde del domingo se van para volver la próxima semana; sin abandonar la población antes de haber orado con fervor junto al altar del cercano templo de la Virgen de la Soledad, sin antes haber frotado sus piernas con el polvillo que suelta la roca incrustada a la derecha de la entrada del templo, para tener fuerzas durante la caminata de regreso. Sentadas con las piernas cruzadas a la manera de sus ídolos antiguos, parecen esculturas monolíticas: las de la Sierra son morenas y serias, muy propias; las de la Mixteca son claras y de facciones muy agradables; las de Yalala se dice que son aristocráticas como ninguna, tienen su fina cabellera trenzada con cordones de algodón negro y encima una especie de tocado blanco que les cae sobre la espalda, de vestiduras blanquísimas, con su andar lento y majestuoso por ese tocado tan alto que llevan con gran prestancia. Me dicen que por las cercanías de las fiestas de Etla, se ven muchas Tehuanas, que envueltas en sus ropas bellísimas son las más atractivas y alegres. Casi todas las oaxaqueñas llevan cubierta la cabeza; hacen una especie de turbante con el rebozo y hasta las más humildes cubren su cabellera, enrollada en cintas negras, con la misma jícara o calabaza pintada en que beben y comen. Muchas amamantan sus niños. Las mujeres herbolarias son las más populares y tienen gran importancia en Oaxaca, porque alivian las enfermedades del pueblo con sus conocimientos de plantas cultivadas por ellas y sus mayores desde hace miles de años. El día Sábado es formidable. Los que han llegado tarde se instalan con sus productos en las calles adyacentes; un hombre se acerca corriendo a una campana que cuelga en el centro del mercado y da tres campanadas que se oyen en todo el recinto: es para llamar a la policía: algún ladrón o una pendencia, aunque debemos anotar que el sitio es seguro para el turista, que encuentra aquí artefactos inimaginables y alimentos únicos. Son las comidas de cada país como la ficha antropológica integral del pueblo, como su marca integral, colectiva, historia del cuerpo y del alma, y uno siempre termina en el ambiente del mercado preparado para servir platos de la región.

   Probando los sabores de Oaxaca se sabe más que todo lo que dicen los libros. Para comprobar la riqueza basta ver en este mercado la variedad de comestibles para comprobarlo. Las clases de quesos son inacabables; los quesillos de tiras angostas, trenzados, son riquísimos. Hay una infinidad de panes entre los cuales me pareció muy sabroso uno muy fino al que llaman resobado, mantecoso, salado, ideal para la comida. Fuimos invitados a comer tamales oaxaqueños, que en Chile se emparientan con las criollas humitas de maíz, pero rellenas, que se envuelven en dos hojas de plátano cruzadas que se van abriendo como un libro; que cuando termina de abrirse brota el suculento tamal, no duro como suele ser el de la Ciudad de México, sino pastoso, abundante de salsa y pollo. También fuimos invitados a probar la cumbre de la comida oaxaqueña, el famoso mole, que tiene varias formas de preparación; el que he probado es negro como el carbón, de sabor menos complicado que el mole de Puebla, pero igual de exquisito al paladar. Son los de Oaxaca unos sabores en los que la vida parece regocijarse y suavizar un poco sus contornos.

   También llamó mi atención esa forma inconfundible que utilizan los oaxaqueños para decir las cosas; su modo de hablar es especial en un país del mundo en que cada provincia, cada región, cada pueblo tiene su propio dialecto y habla de manera distinta. En Oaxaca el acento del citadino no sólo es peculiar, no sólo la ll se pronuncia suave y larga, como g francesa, sino las palabras varían en su ubicación, su construcción de las frases es diferente sin cambiar el significado. A veces son muy castizos o rescatan sonidos que vienen de su pasado olvidado. Utilizan el verbo por sí solo como una afirmación.

   -¿Tiene usted libretas de notas? -pregunto a una vendedora de cosas construidas con el bello papel amate, y ella simplemente contesta:

   -Tengo.         

   Otras veces, la construcción da a la frase un sonido exótico:

   -¿Cómo ha usted estado? ¿Ha usted estado bien?

   Algunas palabras son alteradas en su significación por parecer más lógicas al pueblo. Así, en vez de limonero, dicen limonar; en vez de manzano, dicen manzanar; en vez de naranjo, naranjal. La alteración consiste otras veces en la morfología de la palabra para darle mejor concordancia, como el siguiente piropo muy usado en el mercado:

   -Adiós preciosa, encantosa, pantorrilluda, ¿me quiere?

   Otra peculiaridad consiste en reunir palabras que por su índole no se traen, como los verbos con las interjecciones: “¡Mire, ah...!”, que resulta de una simpleza extraordinaria. En este caso el verbo es por sí solo una interjección y su efecto queda destruido al usarlo con la interjección ah, indefinida, como escapada de un profundo pasado.       

   Oaxaca, en plena Selva Madre del Sur mexicano, luce orgullosa el título de  “Patrimonio Cultural de la Humanidad”. Caminar por sus calles y mercados, hablar con sus gentes es transitar por los recovecos del más antiguo pasado de América. Por eso, Oaxaca es muchas cosas:  es la vida como un ritual perpetuo;  es la Madre Sierra;  es la quinta parte de México con sus 95.364 kilómetros cuadrados y sus más de dos millones de vecinos;  es la legendaria María Sabina y las flores sagradas... Oaxaca es el universo gastronómico, y es musical, como el viento que mueve el follaje de las cañadas, como la brisa aromática que trae el eco rítmico de las olas de su costa; así es el corazón de Oaxaca:  musical y henchido de ternura -que una cosa va con la otra-, porque no en vano están los dos mil y tantos versos de “La Llorona” para comprobarlo: 

   “Las campanas claro dicen (Llorona),
   sus esquilas van volteando:
   Si  mueres, muero contigo (Llorona)
   si vives, te sigo amando;
   es cierto lo que te digo
   (¡Ay de mi Llorona!):
   puedes publicarlo en bando...”

ARCHIVO: Artes e Historia-México
© Waldemar Verdugo Fuentes.
Fragmentos publicados en “Oaxaca, Patrimonio de Todos”,
Revista del Domingo de El Mercurio, Chile, 10 de diciembre de 1989.
PAISAJE DE MÉXICO

ENCUENTRO CON MARIA SABINA

MARÍA SABINA MAGDALENA GARCÍA.:
"La esencia es lo que hace iguales a todos los seres;
que se diferencian entre sí dependiendo
de su cercanía o alejamiento con respecto a esa esencia".


Por Waldemar Verdugo Fuentes
Derecha: María Sabina, collage de W. V. F.

El número de linajes chamánicos que existe actualmente en América  es  indeterminado; se encuentran en todas las comunidades indígenas dedicados a su único quehacer ancestral: cierta práctica mágica oculta al mundo común; los  chamanes son curadores (como la machi del Sur de Chile), quien sana el cuerpo y alivia las angustias. Su vocación iniciática es desconocida; en general, eso sí, portan tradiciones similares que   incluye asombrosos conocimientos botánicos, brotados de una misteriosa tradición común arrancada del pasado oscuro de la humanidad. María Sabina, "la mujer del Libro Blanco" o "la sabia de los hongos" (según suelen también citarla), entonces, maneja una sabiduría que nadie sabe de dónde viene. Como su bisabuelo Pedro Feliciano, su  abuelo Juan Feliciano y su padre Santos Feliciano fueron curanderos, ella  simplemente  se   hizo curandera. Sin embargo, no conoció a ninguno de los tres.

   De la sabiduría de María Sabina, existe alguna indicación en los conocimientos que trajo su pueblo (el Mazateco), al establecerse en la región aledaña a la Sierra Madre Occidental mexicana hacia el año 1200 de nuestra Era. Nadie sabe de dónde vinieron. Otros grupos con ocupación prehispánica en la zona de Oaxaca los llaman aún hoy "huitinicamane": los que vienen "de allá donde las flores." Al mencionar su origen, los propios Mazatecos indican que sus ancestros venían del mítico Ampadad: "el lugar donde nace la gente". El universo cristiano identifica al sitio con el Paraíso, primer hogar de la pareja humana original. Según la mitología mazateca, en el Ampadad, de los árboles grandes surgieron los gigantes, de los árboles medianos surgieron las personas y de los más   pequeños, los monos. En este año 2000 cuando escribo, el pueblo Mazateco está formada por no más de 140.000 personas que viven en precarias condiciones, siendo que otrora  llegaron  a ocupar un sitio de privilegio en la corte del Imperio Azteca, donde apreciaron el conocimiento sobre el uso de las plantas que trajeron a su reino. Hasta hoy, los Mazatecos conservan su propia lengua y se reparten en tres poblados principales: Teotitlán del Camino; Mazatlán de las Flores, y su capital, Cuautla de Jiménez, donde vivía la legendaria María Sabina.

   El rasgo distintivo de la expresión del poder de María Sabina, se sabe, es que por una elevada consideración mágica sólo podía orientar su fuerza hacia el Bien. Una vida  de  pruebas nada corrientes, y lo que dominaba de plantas, le permitieron hacer casi un milagro: mantener una larga familia de hijos y allegados sin saber leer ni escribir como nosotros; y de paso reveló a la humanidad conocimientos ocultos antes del siglo XX. A su legado se deben variados medicamentos que, cada vez más, se usan en la química enfocada a  producir remedios para variadas enfermedades de  índole  síquica, a  partir  de los componentes de tres variedades de hongos que   ella enseñó a la ciencia; los hoy inscritos en el catálogo de alucinógenos como "Psilocybe Caerulenscens Murril Var Mazatecorum Heim"; "Stropharia Cubensis Earle", y el "Psilocybe Mexicana Heim". En este mismo orden, María Sabina los identificaba como el "Derrumbe" (que crece en la tierra desbarrancada y en el bagazo de la caña de azúcar); el "San Isidro" (que crece en el excremento del toro), y el "Pajarito" o "Angelito" (que brota al cobijo de los maizales). El científico Robert Gordon Wasson (al que María Sabina nombraba "Bason"), fue quien la dio a conocer citándola profusamente en revistas y tratados médicos a partir de 1955, cuando la visitó.

   R. Gordon Wasson, con la ayuda de Robert Heim, entonces director del Museo  de  Historia  Natural  de  París,  y  del  científico Albert Hofmann, descubridor del LSD,  entre  otros,  "a partir de las instrucciones de María Sabina" logró rescatar de los hongos nombrados los principios activos a los cuales se llama hoy "psilocibina" y "psilocina". Wasson llamó a los hongos "euteógenos" ("Dios dentro de nosotros"), desde que, junto a su esposa, Valentina Pavlovna, se les ubicó como creadores de la ciencia etnomicológica. Se deben atribuir, sin embargo, al doctor Aurelio Cerletti las investigaciones farmacológicas, y a Jean Delay las primeras aplicaciones de estas sustancias en la medicina psiquiátrica, cuyo uso no se remonta a antes del año 1970, cuando también se inscribe el fin de una práctica religiosa en Mesoamérica que se arrastraba desde hace muchas centurias. El secreto revelado hoy permite curar esquizofrenias, la ansiedad y otros males psíquicos. Entonces, cuando la práctica secreta de la ingestión del hongo maravilloso fue sacada a la luz, la luz anunció el final.

   En el libro décimo de su "Historia General de las cosas de la Nueva España", el fraile Sahagún escribía:

   "...tenían  gran conocimiento de yerbas y raíces y conocían sus virtudes;  ellos  mismos  descubrieron y usaron primero la raíz que llaman peyotl: los que la  comían y tomaban, la tomaban en lugar de vino. Y lo mismo hacían de los que llaman nanacatl; que son los hongos malos que emborrachan también  como  el  vino: y se juntaban en un llano después de haber comido, donde bailaban y cantaban de noche, y de día a su placer: y esto el primer día, y luego el día  siguiente lloraban todos mucho  y  decían  que se limpiaban y lavaban los ojos y caras con sus lágrimas..."

   En el libro XI añade Sahagún:

   "...los que los comen... sienten vacíos  del  corazón  y  ven visiones a las veces espantables y a las veces de risa; a los que muchos de ellos provocan a lujuria y aunque  sean pocos. Y a los mozos locos o traviesos dícenles que han comido nanacatl".

   También Francisco Hernández, el médico de Felipe II, ha dejado otra valiosa referencia en su "Historia Plantarum Novae Hispaniae":

   "Otros  (hongos)  cuando son comidos no causan la muerte pero causan una   locura  a veces durable, cuyo síntoma es una  especie  de  hilaridad    irresistible.  Se  les  llama comúnmente Teyhuinti. Son de color leonado, amargos  al gusto y poseen una cierta frescura que no es desagradable. Otros más, sin provocar  risa,  hacen pasar ante los ojos visiones de todas clases como combates o imágenes de demonios. Otros más, siendo temibles y espantables, eran los más buscados por los mismos nobles para sus fiestas y banquetes, alcanzaban un precio extremadamente  elevado y se les recogía con mucho  cuidado: esta  especie es  de color oscuro y de cierta acritud".

   Estas notables descripciones de Sahagún y Hernández, si bien ofrecen una perspectiva oscura de la práctica, no la asocian directamente al mal; quien sí lo hace es fray Motolinia, que tuvo enorme influencia en la época, y quien identifica  el uso del hongo con la perspectiva diabólica de las cosas, a partir de cuya opinión se inicia propiamente tal la censura al respecto. En uno de sus escritos "Sobre la Nueva España" dice:

   "(los indios) ...tenían ellos otra manera de embriaguez que los  hacía más crueles: era con unos hongos o setas pequeñas, que en esta tierra los hay como en Castilla; más los de esta tierra son de tal calidad, que comidos crudos y por ser amargos,  beben  tras  ellos  y  comen con ellos un poco de miel de abejas; y  de  allí  a  poco  rato  veían mil visiones y en especial culebras; y como salían fuera de todo sentido, parecíales que las piernas y el cuerpo tenían lleno de gusanos que los comían vivos, y así medio rabiando  se salían fuera de casa deseando que alguno los matase; y con  esta  bestial embriaguez y trabajo que sentían, acontecía alguna vez ahorcarse y también eran contra los otros más crueles. A estos hongos llámanles en su lengua teunamacatlh, que quiere decir carne de Dios o del Demonio que ellos adoraban..."

   La Colonia demostró que fue fácil hacerse de los cuerpos de los vencidos, pero no de sus almas. Los naturales fueron, al menos en México, reducidos sin insalvables dificultades, pero, si bien fueron hechos esclavos, su yo interno nunca fue sojuzgado, lo que se comprueba hoy también en la insospechada supervivencia de ritos que nunca dejaron de practicar. Quizás si sea la tradición de los hongos sagrados uno de los más importantes que salvaron, hasta donde se sabe en relación con su vida de cada día. Pues si se creía que era una práctica al parecer sepultada en el olvido (las referencias formales a su uso terminan en 1726), siguieron comúnmente el rito en el sigilo de sus chozas apartadas, con extrema precaución. Para los mexicanos posteriores las drogas naturales de los indios eran temidas y despreciadas, haciendo pesar sobre ellos la condenación del siglo XVI; sólo cuando Antonin Artaud y Aldous Huxley, a comienzos del siglo XX, iniciaron desde el extranjero la reivindicación de la práctica despreciada, fue que México comenzó a interesarse por los posibles medicamentos que podrían obtener de estas variedades de hongos únicos, patrimonio de su suelo. En 1936, el ingeniero Roberto Witlander había denunciado a la comunidad científica un informe sobre ciertas especies de hongos alucinógenos que se consumían en la Sierra Mazateca; dos años después, un sueco, el etnólogo Jean Bassett Johnson había publicado también algo sobre una ceremonia ritual con hongos que había vivido en México, pero pasó inadvertido incluso en su propio país. Entonces, correspondió a Gordon Wasson, casi dos décadas después, la gloria de su "descubrimiento". Ellos abrieron el camino desconocido por tierras vírgenes que hasta esa época figuraban en los mapas con la famosa inscripción "Hinc Sunt Leones" (Aquí Hay Leones).

   En 1955, cuando Wasson se encuentra con María Sabina, los hongos no se utilizaban con el propósito de provocar éxtasis por el éxtasis mismo. Se empleaban para curar una enfermedad o resolver un problema; su consumo estaba rodeado de fe y reverencia. Wasson los sacó del misterio y, como dijimos, comenzó el aniquilamiento al perderse el secreto: disipación que se hizo masiva a partir de su uso "por moda", como sucedió entre las comunidades hippies y los jóvenes de las clases adineradas de América que vieron en ello una nueva entretención. Cuando Wasson conoció a María Sabina, ella aún usaba una cuarta clase de hongo, que nombraba en mazateco como "Ya'nte", y que crecía sobre la madera de un  árbol muerto; Wasson lo identificó con el "Conocybe Siliginoides Heim", especie que hoy se encuentra extinguida. Entonces, a partir de Wasson, María Sabina adquirió fama mundial (otro mexicano ilustre, el científico Octavio Barona, llega a afirmar que ella es la única personalidad de su país que ha realizado en el siglo XX un aporte fundamental a  nuestra civilización); sin embargo, nunca María Sabina dejó de vivir en la más extrema pobreza. Fue guía de santos y profanos, no negándose jamás a nadie. Quien iba a verla, simplemente era bienvenido (lo que no significaba, necesariamente, que sería inducido por ella en el camino mágico de la naturaleza vegetal). Ella "veía" el estado interno de quien tenía el privilegio de llegar a su presencia, porque era un privilegio entre profanos. Insinuar siquiera desde cuál estado de conciencia María Sabina enfrentaba la realidad, es imposible. Entonces, sólo es posible atestiguar la experiencia que se ha tenido con ella: quien lee debe sacar su propia conclusión.

   En 1981 tuve una larga y amena conversación con el investigador y escritor  Fernando Benítez, en su casona del Distrito Federal, donde estuvimos un día casi entero con Nadine Markova, que hizo las fotos de ese encuentro para Vogue. Fue la primera vez que escuché hablar de María Sabina y el Libro Blanco que puede leer. Se me hizo un aspecto de lo más soterrado que es dable intuir como existencia. Benítez, junto con ser un excelente anfitrión, es dadivoso: ya tarde regresé a casa provisto de varios libros al respecto que leí con gusto. Una referencia que de ella me hizo Juan Rulfo, unos meses después, fue finalmente lo que decidió mi viaje a Oaxaca. Fechado en agosto de 1982, escribí entonces lo siguiente:

   "Borges solía decir que no era bueno escribir cuando aún no se había acabado la emoción. Sin embargo, a pesar del sentimiento me inclino a trazar estas líneas en plena impresión que las hacen sólo bocetos sueltos de una experiencia en esencia personal, ocurrida en época de lluvias.

   "El viaje desde la Ciudad de México hasta Cuautla de Jiménez transcurre por una carretera nada fácil de cruzar: hay sitios en que el automóvil debe ser conducido trepando casi verticalmente ásperas cuestas. Ya en la Sierra Mazateca, entre los grandes cerros, de repente se ve un blanco caserío que aparece y desaparece entre las curvas, semejando una ciudad suspendida en el aire o a punto de despeñarse: es Cuautla, cuya visión se suaviza a partir de la llamada Montaña de las Gentes Mágicas, donde lo primero que se divisa, en sus faldas, es el cementerio Mazateco, todo pintado de azul y rosa entre cruces multicolores envueltas en flores exóticas, predominantemente orquídeas. Más arriba veo soberbios cafetales custodiados por enormes hojas redondas. La atmósfera es pura frescura vegetal. He llegado aquí excepcionalmente guiado por José María Morelos, quien, en un  gesto de magnanimidad ha organizado esta cita, y cuya trascendencia como pintor indigenista es más que conocida. El mismo es un miembro respetado de su comunidad: los Coras. José María, cuya amistad me honra, desciende del mismo rey Nayar, el que llegó vestido de oro azul a la caída Tenochtitlán, cuando los españoles lograron al fin sojuzgarlo. La comunidad Cora fue la última de México en someterse a dominio extranjero, sólo en el siglo XVIII, y el rey Nayar fue su emperador postrero. José María, entonces, es un príncipe de su pueblo, y, tal cual presentí, así había de ser recibido por María Sabina; él ha pintado una serie de cuadros que quiere someter al juicio de la sabia.

  "Y aquí vamos, subiendo por la única calle de Cuautla de Jiménez, una calle retorcida, como vertical deshecha, por la que cruzan decenas de vecinos cargados con bultos; van en su mayoría descalzos, son personas delgadas y de baja estatura física, particularmente armónicos. Los hombres visten una camisa de color y pantalones cortos blancos, van sencillamente ataviados; las mujeres, en cambio, se ven ricamente vestidas, envueltas en sus largas faldas de telar y su huipil (pariente del chamanto sudamericano) maravillosamente bordado, pletórico de pájaros reales y majestuosos seres del mundo vegetal creados puntada a puntada, con resultados únicos. Todo el paisaje está  dominado por el mítico Nindó Tokosho, el Cerro de la Adoración, el monte sagrado mazateco, habitado por el Dios dueño de la naturaleza: en cierto modo, su porte grandioso parece estar reflejado en todo lo que se ve, en las montañas que observo, en los bosques, en las grandes plantas, en cada piedra y rocas de formas lejanamente humanas. María Sabina vive en lo más alto del pueblo, en una modesta casa de madera, donde termina la zona habitada.  Es  la  hora  del crepúsculo  de  la  tarde  y  su cabaña solitaria parece brotar de la misma tierra; está  rodeada de flores que nunca antes he visto, en todas las tonalidades del espectro. El sitio parece envuelto en una dignidad altísima, a manera de ofrenda a los espíritus dueños de los cerros y de los manantiales: el canto del agua se pierde entre los barrancos y se confunde con lejanos aullidos de perros salvajes.

   "María Sabina nos recibe de inmediato y abraza con gran alegría a José María, que besa sus manos. Se ve en ella una austera vejez; no se ve precisamente seria, sino grave y digna. Es pequeña y delgada, como su pueblo; sin una pizca de presunción, viste un huipil blanquísimo, ricamente bordado, muy gastado, con sus pies descalzos. Hay algo en ella que se impone con su sola presencia, cierto dominio de la situación, una perfecta naturalidad en sus movimientos octogenarios que llevan a verla siempre a los ojos; su mirada es profunda, enmarcada por cejas espesas y negras en contraste con su pelo cano; tiene pómulos salientes, de nariz fuerte y ancha en su pequeñez, la boca grande y elocuente. Su trato es señorial y emana de sus movimientos naturales una extraordinaria energía, que se hace visible en su andar rápido, sin ninguna duda del fin de sus pasos. Está  en compañía de su familia: ocho personas grandes y varios niños, que viven en un espacio mínimo, pero todo está  en su lugar, limpio y ordenado. Del techo de la casa veo colgando sombreros de alas anchísimas, tejidos con vegetales, fantásticos: José María me indica que los nietos de María Sabina los fabrican para el día de Fieles Difuntos, según costumbre, para disfrazar las comparsas que visitan las casas vecinas. La sabia trae consigo un sahumador de barro con copal y el aroma del perfume blanco inunda todo. Se acerca con su paso ligero a José María y lo frota suavemente, en la frente, en las manos, en los pies, con un polvo oscuro al que nombran pichiate. Hace lo mismo conmigo, mientras repite algo: se me indica que son parabienes para "quien viene del mar"; me siento descansado, como si hubiese arribado a destino. Traje para María Sabina aguardiente de Quellón, que destilan mis gentes del sur chileno. De inmediato, ella ha destapado la botella y comparte con su familia y con nosotros el regalo, sin dejar de hacer comentarios favorables para el agua fuerte del Sur. Su hija María Apolonia nos sirve frijoles ricamente cocinados con hierbas de la región. Nada hablo, y su familia también permanece en silencio riguroso: sólo oímos el diálogo que sostiene María Sabina con José María, quien se comunica con ella en su propia lengua Mazateca, que me parece un sonido melodioso sostenido como no escuché antes, dulcísimo. Antes de la medianoche le indica que me podrá  traer con él mañana, al terminar la tarde, sin ingerir alimento alguno hasta entonces.

   "Uno de los nietos de María Sabina nos viene a buscar a la posada. Ella nos recibe rodeada de las pinturas que José María le dejó ayer. Está  igualmente toda su familia que, al parecer, sigue una rutina habitual. Pronto los hombres y las mujeres, excepto María Apolonia, se retiran a un  cuarto interior, y no los volvemos a ver. Nos sentamos en sillas bajas de palma: María Sabina frente a José María, con quien no deja de hablar mientras ve una a una sus pinturas. María Apolonia ubica unos petates en el suelo y allí, sin más, veo como van acomodándose algunos de los niños de su familia, que, a medida que van quedándose dormidos, son cubiertos por un rebozo de colores vivos. Cuando todos duermen, María Sabina se pone de pie y se dirige a un pequeño altar empotrado en la pared: de allí toma un plato de porcelana con ribetes celestes, donde reposan los hongos envueltos en hojas con la textura del plátano. Parecen champiñones comunes y corrientes. Toma un par y los come ella misma. Toma otro par y los da a José María; lo mismo hace con María Apolonia y, finalmente, conmigo. Luego repite el solemne rito aún dos veces. El sabor, en un primer momento, se me hace relajante (lo asocio de alguna manera con el sabor del erizo chileno de mar), sin embargo, poco a poco, me parece horrible, a medida que pasan los instantes un sabor fuertísimo ataca mi garganta, no puedo soportarlo y, con vergüenza, salgo apresuradamente a vomitar. Vuelvo de lo más consternado, pero es como si nadie hubiera percibido mi ausencia. María Sabina sigue hablando a José María, pero ahora tiene un paño blanco apoyado en sus faldas que borda con pericia; enormes gafas resbalan por su diminuta nariz. La observo y dudo que esa viejecita encorvada sea una poderosa maga: de inmediato ella dice mi nombre varias veces, apenas observándome. Desde ahora sé que es obvio que María Sabina sabe, de alguna forma, los movimientos ondulantes de mi mente; cada vez que dude, en lo sucesivo, su voz cadenciosa me devuelve la tranquilidad. En un instante me aterrorizo, pero decido abandonarme a los designios de Dios. José María dice:

   "Él te escucha ahora mismo. Háblale con toda libertad. Lo único que importa, después de nuestro oficio, lo único realmente importante para la persona es su capacidad de establecer algún contacto con Dios. Que si uno tiene verdadera necesidad, El responde".

   Comienzo a repetir en mi mente los rezos que aprendí en la infancia, me digo otras oraciones aprendidas quizás cuándo, nada más está  en mi cerebro, sólo esta idea desbocada de clamar a Dios para que se deshaga el miedo que tiende a invadirme... pienso que he comido hongos alucinógenos sin saber, en verdad, nada de lo que pueda suceder y tiende a asaltarme una idea angustiosa; siento a María Sabina decir mi nombre y decido que el miedo es en verdad repulsión a la náusea que tiende a asaltarme desde el sabor mineral que tengo en la boca, es un sabor punzante, descompuesto, molesto en extremo a mis sentidos. Salgo nuevamente de la cabaña a la oscuridad de la noche, hay luna nueva y el cielo está  plagado de estrellas que se pierden más allá de las nubes negras, me rodea una vegetación fantástica que disimula quebradas sin final, y el aullido largo de los perros salvajes que no me causan miedo; al aire libre me obligo a devolver cuanto sea que haya ingerido, siento luego como si hubiera tirado los deshechos de toda mi vida por la boca... me asalta un cansancio enorme, entro silenciosamente de nuevo a la habitación y, simplemente, me tiro en uno de los petates en el suelo, tal cual como he visto hacer a los niños. María Apolonia me cubre con una de sus mantas tejidas de colores fuertes, siento maravillosa esa lana y la calidez que se me brinda. Así permanezco, cierro los ojos, junto al abrigo de la manta me envuelve el dulce sonido de la lengua que hablan María Sabina y José María; estoy protegido. Todo ocurre, si se puede decir así, en una especie de tiempo detenido, es como si todo existiera por sí mismo, enmarcada la vida en un cuadro eternamente inmóvil, circular. Siento claramente que el tono musical de las voces me llena de gozo. Estoy inmóvil, intento mover un brazo y no puedo, pero en modo alguno me aterrorizo y no siento la más mínima molestia; estoy como muerto en el petate y me siento perfectamente cómodo: es tal cual si la tierra se hubiera adaptado a la forma de mi cuerpo; puedo moverme ahora y el suelo se adapta a cada cambio que hago en mi posición, ensayo muchas formas y en todas pudiera permanecer una eternidad. Las palabras de  María Sabina me llegan ondulantes, abriéndose camino en el aire, ocupando su propio lugar en el espacio, dulcemente, tienen una musicalidad que se deshace y compone en un ritmo uniforme y perfecto; siento enorme respeto por las voces que danzan en la habitación y pienso que por nada debo hablar, temiendo quebrar la armonía del sonido con mi propia voz rústica, sin embargo, en un instante escucho mi propia voz hablando decididamente. Pienso en que María Sabina no puede entender lo que digo y le ruego a José María que sirva de traductor; es lógico lo que pienso y discurro; me tranquiliza saber que el raciocinio más íntimo permanece intocado, y hablo. Les cuento de mi infancia en Santiago, que no fue dura. Luego hablo del mar, de las cosas que ocurren en las aguas profundas, de todas esas cuestiones que nacemos sabiendo del mar los chilenos; cuando mis recuerdos son cortados por la emoción, como un aliento, escucho a José María que traduce mis palabras a María Sabina. Ella dice que una vez vio el mar, cuando le incendiaron su casita y tuvo que tomar a todos sus hijos para buscar un nuevo hogar, y caminó con ellos hacia el mar; pero no había forma de establecerse en esos lugares, así es que, simplemente, se quedó mirando el mar mientras sus hijos disfrutaban del agua, y escuchó decir al mar que debía volver a la casita y reconstruirla y luchar con todas sus fuerzas para comenzar de nuevo. Y así fue como lo hizo. Ella me pregunta por los juegos de los niños que viven a orillas del mar, le cuento cómo es que se va de pesca en las aguas nocturnas, de los recolectores de caracolas y hierbas saludables que crecen a orillas de la gran agua, hablo de los niños abriendo camino en los acantilados y en plena asamblea deliberando sobre cómo abrir la puerta de piedra que nadie ha cruzado y que lleva al tesoro del pirata en la Caleta de los Pescadores de San Pedro de Cartagena, mientras, María Sabina sigue plasmando de figuras vegetales, azules, verdes, rosas, su paño blanquísimo, maravillosamente sincrónico. Todo esto es humano, todo dentro de nuestro mundo. Me quedo en silencio y veo a María Sabina y José María largo tiempo, envueltos en la luz de una vela, en la claridad azulosa con que tiñe el copal al aire, en el dulce sonido de sus voces, que es quebrado por el llanto de uno de los niños, que me estremece, es un llanto que lo traspasa todo, cortante, como si fueran cuchillos de cristal rasgando el espacio; María Apolonia toma del petate al niño que llora: éste decide escapar y aferrarse a María Sabina: ella deja su labor y, en medio del llanto en huida, acurruca a su nieto, iniciando un canto de tal suavidad que me siento inmerso en la canción de cuna más bella que nadie oyó; en su canto, en verdad, nos acurruca a todos, siento una indescifrable complacencia. El niño, ya tranquilo, vuelve a los brazos de María Apolonia durmiéndose en su regazo. María Sabina, ahora, toma su bastón y comienza a golpear suavemente la tierra entre ella y José María y la música que ahora siento venir no es menos singular. El suave sonido del madero golpeando el suelo dota a todo el entorno de una vibración extrañísima; es como si la Tierra profunda vibrara en una sola nota, que viene precisamente de allí donde ella toca, toc, toc, toc... escucho el golpe magnificado, traspuesto a un plano inhabitual, como si ya no existiera el silencio, con toda la vida emanando de un solo vibrato cadencioso. Oigo a María Sabina y José María repetir un sonido monosilábico: xi, xi, xi... no sé cuánto dura este sonido que se apropia de todo, xi, xi, xi... Sé que el instante es supremo y agradezco a la vida por permitirme llegar hasta dónde he llegado; así caigo en una especie de ensueño. No me parece estar dormido ni me pregunto siquiera dónde me encuentro ni por qué circunstancias he llegado a este lugar, simplemente estoy leyendo con luz de día mientras,  al  mismo  tiempo,  me  observo desde lo alto. Estoy en reposo, íntimamente recogido, leyendo un libro austero a primera vista por la forma de las tapas, sin adorno alguno, quizás de cartón crudo nada más, me inclino para ver qué leo con tanto afán y veo que las hojas son blancas como la nieve al sol, que se hace reflectante tal cual veo las páginas abiertas: al instante de fijar mi vista en ellas las veo convertidas en una especie de recipiente de todo cuanto soy, es tal cual si lo que está allí escrito fuera absorbiendo parte por parte todo mi cuerpo, y comienzo a hundirme entre las líneas de palabras, entre cada letra,  entre las comas y los puntos y los dos puntos y los puntos y coma, de pronto veo un acento majestuoso y soberbias mayúsculas, mis ojos, mi oído, mi piel, la luz grande que ilumina toda la escena, aullidos de perros a lo lejos, el calor y el frío, todo está  entre estas líneas a las que he caído desde lo alto y que recorro como si fueran cosa viva. Leo una palabra y al instante el concepto que representa el signo pasa a ser parte de mi mismo, en manera compleja y delicada. Así, por las palabras tomo conciencia del mundo a través de un concierto interminable de cosas que leo allí. No sé cuándo he iniciado la lectura ni cuándo acabo, sólo siento que mi trabajo está plenamente justificado, como el trabajo de cualquier escritor, y con ello siento justificada mi vida entera, en su significación mágica que no requiere más que el porte de un libro. Siento que nada más necesito como no necesité jamás. No parezco tener peso alguno, y en una fracción del tiempo pienso que estoy leyendo levantado del suelo, me asusto al pensarlo y temo quebrar la ilusión, como cuando se despierta de un buen sueño, pero no, así sigo, leyendo en el aire,  ahora creo que no he caído desde lo alto, sino que he brotado desde lo bajo, anulada la gravedad, carente de peso, mientras no dejo de leer, sin apoyo alguno, sin otra conexión más que mi vista en las palabras, en  medio de la  nada  original,  en el vacío absoluto, justo al centro de lo que está  en movimiento detenido, donde el tiempo no existe... mi coherencia está  rota en mil pedazos y no me importa: es más que suficiente saber que leo algo maravilloso, de lo que no guardo el más mínimo recuerdo, tal cual si la vida misma fuera siendo tapiada a nuestras espaldas. Solo sé que estoy lejos de todo y sigo allí mismo, presente. En un instante es como si rodara entre los espacios vacíos que quedan entre letra y letra, entre palabra y palabra, entre línea y línea; digo rodando en el sentido cíclico del término, como viajan en sus alfombras los magos de Oriente. De súbito "aquello" desaparece como se presentó, naturalmente, sin estertores ni dolor alguno: simplemente el libro no está  más. Me siento ahora en el petate con gran energía. Siento en plenitud mis fuerzas y el sabor mineral del hongo, pienso, ha desaparecido completamente: nunca más lo recobro. Siento una gran confianza dentro de mi mismo, cierta serenidad gozosa, cuyo influjo no se desvanece con los primeros rayos del sol temprano; al contrario, el día filtrándose por las hendiduras parece dar vida nueva a cuanto ilumina, tal cual si el éxtasis fuera, en cierto modo, coronando más y más a medida que envuelve todo el espíritu vital del día. Me siento inclinado a la acción. No es ahora el efecto químico de la psilocibina en mi cuerpo lo que siento, no, es algo de naturaleza diferente, como fe y certeza de que cuanto vivo en esta cabaña pobrísima de Mesoamérica, durmiendo en el suelo, con María Sabina, María Apolonia, los niños y José María, de alguna manera, siento, me he acercado al espíritu mágico de la naturaleza humana, al perfume de nuestro pensamiento, a esa estructura refinada que hay en todo lo vivo y que no puedo describir, pero que, en cierto sentido, he aprendido. Sueño ahora sin tener desilusión; es posible, entonces, la esperanza sin desencanto. 

   La luz blanca, muy blanca del día despejado, entra por la puerta ahora abierta de la cabaña y es como si afuera todo se incendiara, sin quemar. Un rayo de sol toca la cara de María Sabina que la inunda toda en luz, veo sus ojos azules eléctricos, su piel dorada como de puro oro, su pelo incendiado de brillo; le sonrío y responde igual: me invade hacia ella un sentimiento de respeto inacabable. Veo que José María va hacia ella y, con sumo respeto, le besa las manos. Hago lo mismo. María Sabina está  radiante y su esplendor baña todo el cuarto, en que los niños poco a poco inician su despertar, plácidamente, en el suelo. Al salir y despedirnos, María Sabina nos regala a cada uno un puñado de copal, la piedra lechosa anterior a todo. Bajamos al pueblo por la cuesta bordeada de plantas y flores irrepetibles, con el canto de las aguas cayendo de la cañada en cascadas, entrelazando manantiales y arroyos. El aire fresco parece descansar en estos caminos de la Sierra Madre. Bordeando el camino que indica justo un arcoíris, entonces, tengo esta experiencia:

   Hay un plano sembrado de altos magueyes separados por los surcos para el agua, y entro al plano. José María me sigue. Los surcos de regadío están secos, quito mis zapatos, mi camisa y me tiendo allí mismo, cara al cielo; de inmediato siento que brotan cientos, miles de raíces de mi cuerpo y van a lo más profundo de la tierra; ni una piedrecilla me estorba; es como si la tierra fuera un paño de terciopelo acariciador, más aún, si es posible, que la manta allá en la cabaña. Un gusanillo verde, casi transparente, cruza mi torso desnudo: lo miro a los ojos largo tiempo y en la mirada del gusanillo sé que todo lo vivo tiene su propia razón de ser, que permanece ignorada a nosotros. Luego levanto mis ojos al  cielo  y sucede  algo  terrible: veo  que  el cielo  explota  en movimientos y colores amenazadores, siento que se me viene encima para arrancarme bruscamente de la tierra y me afirmo instintivamente a los fuertes tallos del maguey que hay a ambos lados de mis brazos, sin que una sola espina me dañe; me aferro fuertemente a las plantas pero, con horror, siento que el cielo comienza a absorberme, irremediablemente parezco a punto de salir disparado hacia el infinito amenazante; quiero gritar por ayuda y la voz no sale de mi garganta; observo a José María que está  a un lado mío, sentado en cuclillas, lo miro y su forma me espanta: ya no es un ser humano, es ahora un puma enorme, imponente, definitivo, y vigila mis movimientos, sintiéndome perdido, pero, recapacito, siento que ese feroz animal, en verdad, está  protegiéndome. Cierro los ojos y poco a poco me tranquiliza el contacto suave del surco de tierra en que yazgo. Me incorporo lentamente y veo que José María ya no es un puma: ha vuelto a su forma humana. El cielo ya no es amenazador ni mucho menos: es un arrebol temprano cruzado de todos los colores, magnífico. Hay una brisa fresca muy agradable, caminamos. Cruzamos el plano de los grandes magueyes siguiendo el sendero de los surcos del agua, cuando sucede un hecho pequeño y maravilloso: veo en el suelo un ramito de flores secas, tres flores muertas, las levanto entre mis manos y, lo aseguro a quien quiera oírlo, las tres flores de inmediato renacieron, volvieron a la vida, se hicieron frescas nuevamente, como si nunca hubiesen muerto... al ver lo que sucede, me asusto, y las pongo, de prisa, nuevamente en la tierra. Sigo, y pienso que ha sido efecto de los hongos mágicos, nada más que una alucinación individual, la dejo atrás. Retornamos luego a la Ciudad de México de un viaje, la mayor parte del trayecto en silencio, en paz con nosotros mismos, plenos de impresión. Nos despedimos. Duermo un día entero. Luego he vuelto a ver a José María y me  ha comentado el hecho que no tiene lógica alguna: él también vio cómo renacieron las tres flores secas. No supimos una explicación lógica, pero concluimos en que si entonces fue real este pequeño hecho mágico, acaso sea posible la resurrección de las cosas.

   Más allá  de la magia que busqué encontrar o del intento por develar alguna de las esquivas verdades sobre el mecanismo de nuestra conciencia, el consumo de la variedad de hongo llamada popularmente "derrumbe" quedará  en mi vida como algo inexplicable, en que la única certeza que me queda es no saber jamás hasta dónde pude llegar. Entonces, aquí sólo escribí lo que viví, sin mayores explicaciones. Le envié a María Sabina unas fotos suyas que publicamos en Vogue, para que los guardara entre sus papeles que hablaban de ella. Debió leerle María Apolonia la única frase en lengua mazateca que pude aprender: Nináa-Tindali, Dios te salude.

   Unos seis años después, María Sabina se devolvió a la distancia "allá  donde las flores". Se fue con sus ojos azules que, a ratos, ocultaba tras grandes anteojos y poníase a bordar en paño blanco sus ancestrales dioses de las plantas. Ella atendía a las parturientas, a los hombres que tenían un frío o un calor en el cuerpo, les devolvía el alma a quienes la perdían de susto y ahuyentaba a los malos espíritus.

   María Sabina era  ágrafa, no analfabeta. Los poetas que escribieron los textos más antiguos que se han preservado, como los llamados Himnos Védicos, eran todos  ágrafos. El mundo entero lo era por entonces, y grandes comunidades siguen siéndolo. El lenguaje que empleaba María Sabina es llamado nahualtocaitl por los curanderos mexicanos, el "idioma de la divinidad". Aunque no es precisamente un lenguaje esotérico, más bien es un lenguaje poético donde se reiteran salmos y letanías encadenadas a una serie de metáforas, oscuras con frecuencia, y a licencias y juegos idiomáticos comunes a la poesía clásica. El canto o la voz de María Sabina hacían las veces del tambor chamánico (el mismo que utilizan las machis chilenas), lo cual no excluye que ella recurriera al final de su vida al empleo de instrumentos de percusión, como un simple bastón que golpeaba contra el suelo. María Sabina nunca se encontró con la palabra escrita en el mundo que conoció. Luego no le fue necesaria: la aprendía de lo que escribían los "angelitos" en los cielos azules de su Sierra Mazateca.

   Hace unos años, cuando llegamos a su presencia, me sentía separado de ella por una barrera lingüística impenetrable. Su ser colosal estaba fuera de mi alcance, y no tenía la menor idea de cómo me iba a acercar. Ella pertenecía a la historia no escrita por remota, a aquella que traemos grabada en la mente desde que nacemos, y que por tener tan cercana, justamente, no conocemos. Pero María Sabina era toda calidez, en su presencia ni se necesitaba hablar. Ante su persona el sonido del silencio era pura música, que escapaba de sus letanías, oraciones, cantos o como quiera llamarse a las voces que emitía al hablar, aunque, digámoslo, su música interior la transmitía aún con los labios cerrados. Es inútil, de cualquier manera, tratar de reconstruir con palabras quién era María Sabina: su sensibilidad sólo era posible vislumbrarla en su presencia, lo demás de bueno que se diga de ella es poco; venía de muy lejos en el tiempo, parecía arrancada de una página del mismo Popol Vuh, o de los frisos más antiguos de América; quizás si ya se hablaba de ella en los templos mayas, esos verdaderos libros de piedra donde las muchedumbres podían leer  y  repetir como uno solo sus cantos a lo divino. Ella reflejaba la conciencia de un poder sagrado y olvidado, era expresión postrera viva del colosal pasado de México: el de los tiempos en que los hombres podían metamorfosearse a imagen y semejanza de sus sueños. Era María Sabina sanadora por excelencia, la que curaba el mal del modo más natural.

   Y fue mujer que mira hacia dentro; mujer luz de día; mujer luna; mujer estrella de la mañana; mujer rocío fresco; mujer rocío húmedo; mujer del alba; mujer que está  debajo del  árbol que gotea; mujer de la ropa pulcra; mujer remolino; mujer que no sabe mentir; mujer del bien; mujer que trabaja; la que puede entrar y salir del reino de la muerte; la que viene buscando por debajo del agua desde la orilla opuesta; la mujer que brota; la mujer que limpia; la mujer que arregla; la mujer lancha; la mujer del libro blanco.

   La sabiduría se le presentó así:

   -Varios años, no sé cuántos, mi hermana María Ana se enfermó. Sentía dolores en el vientre que hacían que se doblara y gimiera de dolor. Cada vez, yo la veía más grave. Llamé a varios curanderos, pero fue inútil, ellos no podían curar a mi hermana. Viéndola así tendida, la imaginé muerta. No, eso no debía ser. Ella no debía morir. Yo sabía que los angelitos tenían el poder. Yo los había comido de niña y recordaba que no hacían mal. Yo sabía que nuestra gente los comía para sanar sus enfermedades. Entonces, decidí: en esa misma noche yo tomaría los hongos santos. Así lo hice. A ella le di tres pares. Yo comí muchos, para que me dieran poder inmenso. No puedo mentir: habré comido treinta pares de "derrumbe". Cuando los angelitos estaban trabajando dentro de mi cuerpo, recé y le pedí a Dios que me ayudara a curar a María Ana. Me acerqué a la enferma. Los angelitos guiaron mis manos para apretarle las caderas. Suavemente  le  fui  dando  masaje donde ella decía que le dolía. Yo le hablaba y comencé a cantarle; sentí que hablaba cada vez con mayor facilidad y sentí que le cantaba bonito. Decía lo que los angelitos me obligaban a decir. Seguí apretando a mi hermana, en su vientre y en sus caderas; finalmente le sobrevino mucha sangre. Agua y sangre como si estuviese pariendo. Nunca me asusté porque sabía que Dios la estaba curando a través de mí. Los angelitos aconsejaban y yo ejecutaba. Atendí a mi hermana hasta que la sangre dejó de salir. Luego dejó de gemir y durmió. Mi madre, que aún no se devolvía a la distancia, se sentó junto a ella para acompañarla.

   "Yo no pude dormir. Los angelitos seguían trabajando en mi cuerpo. Tuve una visión: Aparecieron unos personajes que me inspiraban respeto. Yo sabía que eran los Seres Principales de que hablaban mis antepasados. Ellos estaban sentados detrás de una mesa sobre la que había muchos papeles escritos. Yo sabía que eran papeles importantes. Los Seres Principales eran varios, como seis u ocho. Algunos me miraban, otros leían los papeles de la mesa. Yo sabía que no eran de carne y hueso. Yo sabía que no eran seres de agua o tortilla. Sabía que eran una revelación de los angelitos. De pronto escuché una voz: una voz dulce pero autoritaria a la vez. Como la voz de un padre que quiere a sus hijos, que los cría con fuerza, una voz sabia que dijo:

   -Estos son los Seres Principales... Yo sentí una felicidad infinita. En la mesa de los Seres Principales apareció un libro, un libro abierto que iba creciendo hasta ser del tamaño de una persona. En sus páginas había letras. Era un libro blanco, tan blanco que resplandecía. Uno de los Seres Principales habló y me dijo:

   -María Sabina, éste es el Libro de la Sabiduría. Es el Libro del Lenguaje. Todo lo que en él hay escrito es para ti. El Libro es tuyo, tómalo para que trabajes...

   Yo exclamé emocionada: -¡Es para mí! ¡Lo recibo! Y los Seres Principales luego desaparecieron y me dejaron sola frente al Libro inmenso. Yo sabía que era el Libro de la Sabiduría. El Libro estaba ante mí, podía verlo pero no tocarlo. Intenté acariciarlo pero mis manos no tocaron nada. Me limité a contemplarlo y, al momento, empecé a hablar. Entonces supe que estaba leyendo el Libro Sagrado del Lenguaje. Mi Libro. Yo, que no leía, estaba leyendo el Libro de los Seres Principales. Ya no era simple aprendiz. Yo había vislumbrado la perfección. La había rozado de alguna manera, y como premio, como un nombramiento se me había otorgado leer el Libro sin saber leer. Cuando se toman los angelitos se puede ver a los Seres Principales. De otra manera, no. Y es que los angelitos dan sabiduría porque hacen humilde: igualan con lo más mínimo del universo. El Lenguaje está en el Libro. El Libro lo otorgan los Seres Principales. La sabiduría es el lenguaje.

   "En esa misma velada, luego que el Libro desapareció, tuve otra visión: Vi al Supremo Señor de los Cerros, al Chicon Nindó. Vi que era un hombre a caballo que venía hacia mi choza... su cabalgadura era hermosa: un caballo blanco, tan blanco como la espuma. Un caballo hermoso. El personaje detuvo su cabalgadura a la puerta de mi choza. Yo lo podía ver a través de las paredes, yo estaba dentro de la casa pero mis ojos tenían el poder... el personaje esperaba a que yo saliese. Y con decisión salí a su encuentro. Me paré junto a él. Sí, era el Chicon Nindó, el que es dueño de las montañas. El que tiene poder para encantar a los espíritus... Me paré junto a él y me acerqué más. Vi que no tenía rostro aunque usaba un sombrero blanco. Su rostro era como una sombra. Era un ser como cubierto por un halo. Enmudecí. No dijo una palabra. Desapareció por el camino rumbo a su morada: el gran Cerro de la Adoración. Entré a la casa y tuve otra visión: Vi que algo cayó del cielo con gran estruendo, como un rayo circular. Era un objeto luminoso que cegaba. Vi que caía por un boquete que había en una pared. Lo que cayó se fue convirtiendo en una especie de ser vegetal, también cubierto por un halo como el Chicon Nindó. Era como una mata con flores de muchos colores; en la cabeza tenía gran resplandor. Su cuerpo estaba cubierto de hojas y tallos. Ahí estuvo parado, en el centro de la choza; yo lo miré de frente. Sus brazos y sus piernas eran como ramas y estaba empapado de frescura, y detrás de él apareció un fondo rojizo. El ser vegetal fue perdiéndose en ese fondo rojizo hasta desaparecer completamente. Al esfumarse la visión yo sudaba, sudaba, mi sudor no era tibio, sino fresco. Me di cuenta que lloraba y mis lágrimas eran de cristal, las que, al caer en el suelo, producían tintineos. Seguí llorando pero silbé y aplaudí y bailé. Bailé, porque ya sabía que ahora yo era la Payasa Grandiosa. Ya era sabia".

   Hoy, ya en el siglo XXI, se dice que María Sabina era una síntesis total de la mente anterior a la conquista, que resumía en su alma la religión antigua de América, aquella empapada en el Realismo Mágico rescatado en la literatura de nuestra América, lo que ha llevado a involucrarla con leyendas fabulosas, como la de aquella muy extendida, a partir de la conquista, de que Jesucristo estuvo en América como en todos los sitios civilizados de la época en que vino a la Tierra. No por nada en México se refieren con admiración a cierto joven vigoroso, cordial, un sabio atlético mesoamericano que llegó hace mucho a esas tierras desde el misterio, y que luego partió como vino, prometiendo volver algún día, y que en extraordinario sincretismo religioso María Sabina afirmaba que "los angelitos crecieron  por  primera  vez  allí donde escupía Nuestro Señor". Otra tradición mesoamericana afirma que las plantas en general con poderes mágicos, crecieron por primera vez allí donde cayeron las gotas de orina de Quetzalcóatl, y aún otra habla de que primero crecieron allí donde cayeron sus lágrimas al partir desterrado por Tezcatlipoca, el oscuro espejo humeante; lo verdadero es que siempre se da como origen de la extraña química de estos hongos a la acción directa de algún efluvio del Hijo de Dios. Quizás por esto María Sabina toda su vida fue a misa católica el primer viernes de cada mes, practicando desde siempre el apostolado mayor de la Oración. Ella era una oradora, sanaba por voz, apoyada en el Verbo. Religiosa practicante, en su comunidad Mazateca, ella organizó la Hermandad del Sagrado Corazón de Jesús. En su casita se veía, en el pequeño altar, la imagen de la Virgen Nuestra Señora Guadalupe, también la imagen de San Marcos, San Martín Caballero y Santa Magdalena. Decía:

   "Ellos me ayudan a curar y a hablar en el tiempo en que me transformo en sabia. Sé que Dios está  formado por todos los santos, así como nosotros, que todos juntos formamos la humanidad. Igual Dios está  formado por todos los santos. He pertenecido a las hermandades desde hace mucho tiempo. Una hermandad está  compuesta por diez mujeres. A cada una también se la llama "madre". Cada dos, cuatro o seis años, se turnan las socias para que cada una sea, alguna vez, "madre principal". Nunca se deja de ser madre. Yo desde un principio tomé parte en las hermandades con gran entusiasmo, porque siempre he guardado respeto a todo lo que sea asunto de Dios".

   Antes de María Sabina los hongos se tomaron para encontrar a Dios, pero estaba la práctica reservada a las castas sacerdotales de la América antigua; al ser la ingestión de estas plantas un acto sagrado era una práctica secreta. Desde que María Sabina los da a  conocer a la ciencia, que extrae de ellos medicamentos, comenzó a residir a la orilla de los misterios cristianos, y fue la razón de que en un comienzo todo su pueblo la repudiara, al marcar también, ese momento, el fin del secreto:

   "Aunque soy mujer limpia, la maldad ha existido en mi contra. Uno de mis hijos fue asesinado frente a mí. Antes de que sucediera la tragedia, los angelitos me lo avisaron. Fue un día jueves en que durante una velada tuve una visión. Apareció una piel de res, un cuero putrefacto de animal, al lado derecho de donde yo me encontraba. Olía feo. Luego apareció un hombre cerca de la piel, vestido de paisano, que gritó:

   -Yo soy. Yo soy. Con éste serán cinco. Con éste serán cinco a los que asesino.

   "Un vecino llamado Agustín había tomado los angelitos conmigo para curarse de dolores que sentía en la cintura. Yo me dirigí a él para preguntarle:

   -¿Tú viste a ese hombre? ¿Tú oíste lo que dijo?

   -Sí lo vi -contestó Agustín-. Es uno de los Dolores.

   "Así era. Porque el asesino era uno de los hijos de la vecina Dolores. Y tres días después llegó a ver a mi hijo el Dolores. Al asomarme, vi que ese hombre se levantó la camisa y sacó de su cinto un puñal, que de inmediato clavó en la garganta de mi pobre Aurelio; murió ahí mismo donde cayó de bruces cerca de la puerta. Todos los vecinos vinieron al velorio. Tomaron aguardiente y jugaron barajas. Yo les di café, pan y cigarros. Ellos pusieron dinero cerca del cadáver: con eso pagué los gastos del entierro. A mi pobre Aurelio lo enterramos con música...

   "Cierta vez quemaron mi casa de siete brazadas de largo. Estaba construida de madera con techo de zacate. Yo estaba bien entonces, tenía una tiendita, pero con el incendio perdí todo. Todo se acabó. Ardió mi tiendita, el maíz, las semillas, mis huipiles, mis rebozos... pura ceniza. Sin saber a quien recurrir, ya estaba viuda, me fui caminando con mis hijos, para subsistir comíamos frutas silvestres, hasta que llegamos al mar, pero no era como lo que ya sabía de la vida acá  en el monte, así que volví al monte con mis hijos. Hacíamos té de hojas de naranjo o de limón. Doña Rosaura García, vecina de Cuautla, me ayudó: ella me regaló un tazón. Otra persona, a quien no recuerdo, me regaló una jícara (jarro de calabaza). Eso me sirvió. Ignoro el motivo por el que quemaron mi casa. Unos dijeron que el motivo era que yo había revelado el secreto antiguo de nuestra medicina a los extranjeros. "En nuestra sabiduría no hay nada malo que dañe y deba ocultarse", yo dije. Otros dijeron que el motivo por el que quemaron mi casa era la envidia que personas malvadas sentían de mi poder. Nunca supe el nombre de quienes incendiaron mi casita, ni me interesé en consultarlo con los angelitos. Trabajé mucho para levantar otra casa; esta sí de adobes con techo de lámina. Yo sigo siendo la misma".

   Idealmente, para María Sabina, el sujeto alcanza un desarrollo óptimo cuando logra mantenerse él mismo ante las diferentes experiencias de la vida. Cuando "integrado con uno mismo" se mantiene inalterable ante cualquier situación:

   "-La esencia es lo que hace iguales a todos los seres vivos, los que se diferencian entre sí dependiendo de su cercanía o alejamiento con respecto a esa esencia". Al final de su vida logró ganarse el afecto de su pueblo. En su vejez los mazatecos la rodearon de consideración y respeto; muchos subían a buscarla hasta la cabaña en la cumbre y le consultaban sus problemas y ella los curaba de la mente y el cuerpo. Entre sus gentes, María Sabina nunca le dio importancia a su  elevada  posición. En  vez  de  rodearse de misterio, se la veía como todos, cruzando la única calle de Cuautla cargada de bultos o sentada en un rincón de la iglesia, humildísima, sin compañero: "Cuando comencé a trabajar con los angelitos, ya no tuve más trato en lo íntimo con hombre alguno. En total, en mi vida, tuve dos hombres. Conocí al que sería mi primer marido el día que vino por mí. No hubo casamiento. Mi madre, sin consultarme, me ordenó juntar mi ropa diciendo que a partir de ese momento ya no le pertenecía más: él se llamaba Serapio Martínez, y al paso del tiempo lo quise mucho. Comprobé que era de buen corazón. Con orgullo puedo decir que él sabía leer y escribir. Cuando le dije que ya estaba encinta, apenas balbuceó: -Pues prepárate a ser madre...

   "Se fue cuando Catarino, mi primer hijo, apenas tenía diez días de haber nacido. Lo miré hasta que lo perdí de vista en el camino. Unos hombres vinieron por él: estaban juntando a todos los hombres para llevarlos a pelear con las armas. Lloré mucho. Me volví donde mi madre a su chocita. Llegaba un vecino y decía:

   -No te aflijas más. Alguien lo vio. Serapio vive...

   Al poco tiempo la versión cambiaba:

   -Serapio está  perdido, nadie sabe de él. Confiemos en que aparezca pronto.

   Luego una esperanza: -Ya apareció Serapio...

   Y luego otra desilusión: -No. Murió ya...

   Al final me acostumbré a una vida de sobresaltos, luego ya ni me importó si Serapio vivía o si ya había muerto; fue cuando yo comencé a agradecer fríamente las noticias que me traían. Pero sentí que mi corazón se hizo más grande cuando Serapio apareció en verdad frente a mí. A primera vista no lo reconocí. Me habló poco de su vida de soldado. Sólo que los  ágiles tenían más oportunidades de ascender: los  ágiles y los valientes. El  valor era lo primero. Y Serapio era valiente. Cuando se volvió a ir ya no me preocupé. Regresó de nuevo, y procreamos dos hijas más: María Viviana y María Apolonia. Es cierto que Serapio tomaba poco aguardiente y trabajaba mucho. Trajo a mi casa varias mujerzuelas, pero se iban a los quince o treinta días de haber llegado. Yo no era celosa, pues siempre me sentía la verdadera mujer de Serapio. Tuve ese primer marido durante seis años, los mismos años que mi padre vivió con mi madre; al igual que ella, enviudé como a los veinte años, creo. Serapio contrajo la enfermedad del viento ("tchin-tjao" en lengua mazateca, refiriéndose a la bronconeumonía), y murió después de tres días.

   "Nunca comí los angelitos mientras viví con Serapio, porque la mujer que toma hongos no debe tratar con hombre en lo íntimo, siempre lo digo. En el fondo yo sabía cuál era mi destino, y solo decidí tomar los angelitos cuando enfermó mi hermana, pero entonces vivíamos con mi madre y mis tres hijos, y en la casa había hambre. Así que empecé a trabajar para mantener a mi madre y a mis hijos. Partía leña a hachazos y la vendía a quien quisiera, sembré y picaba la tierra. Compraba ollas y velas y las revendía en el mercado. Mis abuelos me habían enseñado la cría de gusanos de seda, y los criábamos dentro de la chocita; los gusanillos comían hojas de mora, comían ruidosamente y crecían del tamaño de un dedo; luego de casi unos ocho meses comenzaban a babear, a depositar la seda en sus camas de varas en la pared; también bordaba, pero la cría de gusanos se acabó cuando trajeron las telas de la ciudad. Sembré milpa y frijol, y coseché café. En los días en que trabajaba en el campo, cavaba unas fositas en la tierra, donde depositaba a mis hijitos para protegerlos del viento y del frío.

   "Viví  trece  años  viuda. Luego  un   hombre llamado Marcial Carrera empezó a pretenderme. Yo no tenía necesidad de tener hombre, pues ya sabía mantenerme a mí misma. Sabía yo trabajar y mi familia no padecía de tantos sufrimientos; había hambre, sí, pero no era tan quemante como la que sufrimos María Ana y yo. Mi trabajo ayudaba para que tuviéramos algo que comer y algo que vestir. Marcial Carrera insistió y, de acuerdo con la costumbre, trajo a su padre y a su madre para que hablaran con mi madre. Mi madre me persuadía para que aceptase a ese hombre. Decía que un hombre en la casa ayudaría a hacer menos pesado mi trabajo. Al fin accedí. Puse mis condiciones: si Marcial quería mujer, él debía venir a vivir a mi casa porque no iba a mudar a mi madre, a mis hijos, a mi petate, a mis ollas, mis azadones y mis machetes a su casa. Mi casa estaba mejor que la de Marcial. El aceptó mis condiciones y se vino a vivir a mi casa. Con el tiempo comprobé que bebía mucho aguardiente. Era curandero y hacía hechicerías con huevos de guajolote y plumas de guacamaya. No le gustaba trabajar en el campo y ni sabía usar con destreza el azadón. Me golpeaba con frecuencia y me hacía llorar, era un mal hombre, y como yo me acostaba con él siempre le oculté mi ciencia. Sufrí mucho con él. Una vez enfermaron dos conocidos suyos, dos ancianos, y recurrieron a él para que los curara, pero de nada valieron sus huevos, yerbas y oraciones, porque no sanaron; al contrario, empeoraban cada día, entonces intervine devolviéndoles la salud. Marcial, al descubrir que yo sí podía curar, ya no dejó de pegarme, y lo deseché, no me acosté con él desde el día que me hizo sangrar. Entonces él se metió con una mujer casada, vecina nuestra, que tenía hijos grandes, y una noche el marido de ella y los hijos le quebraron la cabeza a palos. Oí los gritos, pero no pensé que era Marcial. Al otro día lo encontraron muerto. La  adúltera  fue  abandonada por el marido y sus hijos y hasta ahora vive solitaria en Barranca Seca. En los trece años que viví con Marcial tuve siete hijos. Así, me quedé sola nuevamente, pero ahora tenía que mantener a mi madre y a mis diez hijos. Desde entonces me hice reputación como la que sabe. No pienso mal de los hombres, sólo que desde que decidí trabajar con los angelitos ya dejaron de interesarme.

   "No estoy segura, pero creo que entonces yo tenía más de cuarenta años. Ni sé en qué año nací, pero mi madre, María Concepción, dijo que fue en la mañana del día de la virgen Magdalena. Ninguno de mis antepasados conoció su edad. Sólo sé que desde que conocí el Libro pasé a formar parte de los Seres Principales. Luego supe que los brujos y curanderos también tenían un lenguaje, pero era diferente al mío. Ellos le piden favores al Chicon Nindó. Yo le pido a Dios. Por eso los hongos me dan poder, porque yo veo en ellos la carne de Dios. Sólo eso puedo ofrecer: la carne de Dios. Los que creen, sanan. Los que no creen no sanan. Por eso encontré al fin mi camino, porque entendí el Lenguaje de Dios. Desde que lo acepté, cuando me vi que debía mantener a mi madre y a mis hijos, fue que vinieron a verme desde lugares lejanos. En otros sitios supieron que mis palabras obligaban a salir la maldad, que curaban el cuerpo y borraban las heridas del espíritu. Yo no soy curandera porque no uso huevos para curar. No soy curandera porque no doy aguas para tomar. Ni soy hechicera porque no hago la maldad. Mi sabiduría viene desde el lugar donde nace la arena. Yo curo con lenguaje, nada más. Soy sabia, nada más. Soy conocida en los cielos, nada más. Solo soy una que habla con Dios, nada más.

   "Hombres y mujeres extranjeros llegan a mi puerta. Me llaman desde fuera, entonces yo salgo y los invito a pasar. A los que gustan, les doy café, no tengo nada más que ofrecerles. Los rubios se sienten bien en mi casa, como si fuese suya, porque tienden sus cobijas en el suelo y allí descansan. Me toman fotografías en cualquier lugar que me encuentran. Me toman fotografías si voy por el camino con mi carga de maíz en la espalda, o cuando estoy descansando sobre una piedra en el mercado. Ya me he acostumbrado a todo eso. Dicen que en una parte de la ciudad de Oaxaca hay una fotografía enorme, donde aparezco labrando la tierra con azadón. Las personas que tomaron aquella imagen mía, compraron mi azadón y se lo llevaron. Viene mucha gente a visitarme. Unos dicen tener puestos importantes en la ciudad, toman mi imagen parándose junto a mí y me dan algunas monedas cuando se van. Vienen las personas que hacen papeles, traen sus intérpretes mazatecos y hacen preguntas sobre mi vida. Sé que el señor Bason ha hecho discos y libros de mi Lenguaje. Hace años estuve en Tehuacán durante un mes. Me acompañó Herlinda, la profesora de Cuautla. Me invitaron para que se hicieran correcciones a la traducción que de mi Lenguaje hicieron dos misioneros extranjeros; estos misioneros hablaban bien la lengua mazateca, pero ignoro si ellos entendieron exactamente mi lenguaje. Si yo pudiera leer lo que escribieron, entonces lo sabría. Yo sólo puedo leer el Libro Blanco.

   "Con el cura Alfonso Aragón, el que estuvo muchos años en Cuautla, éramos amigos. Este cura tenía un disco ("Mushroom Ceremony..." de Folkways Records Album N. FR.8975, Records Service Corp. -165w St. NYC, USA. Con palabras y cantos de María Sabina grabados por G. Wasson). Es un disco donde está grabado mi lenguaje, lo supe un día que me invitó a escuchar. Me dijo  que  ese   disco valía   mucho, que su precio era inalcanzable. Yo le agradecí sus palabras.

   “Yo misma tuve ese disco, imagino que fue el propio Bason quien me lo envió para que pudiese escucharlo. También me obsequió Bason un aparato tocadiscos. Pero se llevaron todo unas autoridades de la ciudad. Es que en cierto tiempo vinieron a verme muchos jóvenes de uno y otro sexo, de todos los lugares, del norte y del sur. Llegaron a verme estos jóvenes con largas cabelleras, con vestiduras de colores y flores que siempre llevaban, muchos con collares de ellas que me regalaban, vinieron muchos:

   -Venimos a buscar a Dios -decían. Para mí era difícil explicarles que las veladas no se hacían con el único fin  de  encontrar  a  Dios,  sino que se  hacían primero con el propósito único de curar enfermedades, de ayudar a quien necesitaba ayuda real. Supe que los jóvenes esos no necesitaban de mi para comer angelitos, y no faltaron paisanos que con el fin de obtener algunos centavos para comer, vendieron hongos a los jóvenes. Estos los comieron en el lugar que quisieron; lo mismo les daba masticarlos sentados a la sombra de los cafetales que sobre un peñasco o en alguna vereda del monte. No respetaron nuestra costumbre, y los angelitos fueron comidos con falta de respeto...

   "Para mí no es un juego hacer veladas. Quien lo hace simplemente para sentir los efectos, puede volverse loco y quedar así temporalmente. Así fue que el indebido uso de los angelitos que hicieron los jóvenes de esa época fue escandaloso, y obligaron a las autoridades de la ciudad a intervenir en Cuautla. No todos los extranjeros son escandalosos, es cierto. Pero muchos de ellos, simplemente, se quedaban en el monte en sus casas de tela y allí estaban días y días o se les veía tirados en el mercado. Un día llegaron a mi casa unas personas que hablaban castellano y vestían como gente de ciudad; con ellos venía un intérprete mazateco. Entraron a mi casa sin que los invitase a pasar. Pusieron sus ojos sobre unos angelitos que yo tenía sobre una mesita. Uno de ellos, señalándolos, preguntó:

   -Si yo te pidiera hongos, ¿tú me los darías?
   -Sí, porque creo que vienes a buscar curación -dije. Y otro de ellos, con voz autoritaria, me ordenó:

   -¡Debes venir con nosotros!

   "En tanto, las otras personas que venían en el grupo, revisaban mi casa por todos lados. Una de las personas trajo los papeles que hablaban de mí en castellano, y que yo tenía varios, unos en colores, de hojas grandes en que yo salía. También enseñó a los otros el disco y tocadiscos que me había regalado Bason. Todos voltearon a verme y pensé: "No puedo hablar castellano con ellos, pero pueden ver en esos papeles lo que se dice de mí, y mis fotos en que salgo..." Luego, cambiaron, se hicieron suaves, y me pidieron con cierta amabilidad que subiera a una camioneta: obedecí sin oponer resistencia. Me sentaron junto al hombre que manejaba y otro que se sentó junto a la puerta. Este último continuaba hojeando los papeles donde aparecían fotografías de mi imagen. Me daba cuenta que de cuando en cuando me miraba de reojo, incrédulo de que era yo misma de quien se dicen esas cosas en los papeles. En ningún momento me asaltó el temor, aunque comprendía que esas personas eran autoridades que podían hacerme daño si así lo decidían. Pero yo tenía mis papeles donde se hablaba de mí. Finalmente supe que me acusaban de enloquecer a los jóvenes. En San Andrés Hidalgo me llevaron a la Presidencia Municipal y un médico del Instituto Indigenista me dijo: -No te preocupes María Sabina, nada te pasará. Aquí estamos para defenderte.

   También los hombres que me apresaron me dijeron:

   -Perdona. Ve a tu casa y descansa.

   "Pero se dejaron muchos papeles, mi disco y el objeto que lo hacía sonar... Muchos extranjeros siguen viniendo a mi casa, me buscan, pero ya estoy vieja. La debilidad de mi cuerpo se acentúa día a día. Ya respiro con dificultad. Ya no bajo con frecuencia al mercado porque me canso mucho. No puedo ya levantar el hacha con la que antes partía  fácilmente la leña. Ahora, cuando junto algún dinero, compro leña y la revendo a los vecinos. Mi mayor ilusión en estos últimos años de mi vida es tener una tiendita donde pudiera vender nuevamente jabón, cigarros, refrescos a los caminantes; pero nunca he tenido el dinero suficiente. Un joven extranjero me quiso regalar un perro grande y bonito. Yo le dije que no quería perro, que aquí había perros salvajes, y que yo no tenía para mantenerlo. El joven insistió, entonces le dije: -Si lo dejas aquí, ¿qué va a comer el animal? ¿Mierda?

El joven extranjero comprendió mi situación y se llevó su perro".

   Poco antes de cumplir ochenta años, alguien le regaló dos colchones, para la única cama que tuvo en su vida (habría nacido el 17 de marzo de 1894). En esos días también logró comprarse una chachalaca, porque le gustaba el canto de esos pájaros:

   "La compré en ochenta pesos. Yo sabía que se acercaba la tormenta cuando la chachalaca empezaba a graznar; era como una compañera mía, pero ¡Jesucristo! me la robaron. Ahora ya no tengo chachalaca que me distraiga, ahora que estoy tan vieja... Ahora solo pido bondad a Dios cada día. Pido bondad para el mundo y para mí. Ya a nada temo. Conozco el reino de la muerte porque he llegado allí. Es un lugar en el que no hay ningún ruido, porque el ruido, por mínimo que fuera, haría explotar el sitio en mil pedazos, no hay ruido molesto alguno porque el de la muerte es un reino de paz".
   Ahora ella está en paz. Murió María Sabina, rodeada por sus hijos y los hijos de sus hijos, y por el amor de su pueblo Mazateco.  Aunque  al  final vivía sola, porque sus hijos, los últimos años, estaban dedicados a sus propias familias. Y al fin que eso era lo que ella quería, porque en verdad ni le importaba en el fondo ser tan nombrada por entregar remedio para enfermedades de los siglos que vendrán, sólo le importaba haber sacado adelante a su familia en éste. Que de ella solita brotaron muchas otras familias, que, entre tanto, habían también plantádose. Debió morir en paz resignada. La crónica dice que partió según es costumbre: le torcieron el pescuezo a un gallo que debía morir junto a su cadáver. Y vino el velorio, donde los familiares colocaron jarritos de agua junto a su cabeza sin vida. Es el agua que debía acompañarla en su viaje al más allá. Dentro de su ataúd pusieron siete semillas de calabaza, quintoniles y fruta en abundancia, todo junto en una bolsa de trapo: para que no la molestara el hambre en su viaje devolviéndose a la distancia. Las mujeres que asistieron al velorio hicieron tezmole con la carne del gallo sacrificado: el tezmole sólo lo comieron el rezandero y las personas que cavaron su fosa en el Cerro de la Adoración. Las otras madres de la Hermandad encendieron velas sagradas en su honor, la vistieron con un huipil limpio y su mejor rebozo. Entre sus manos colocaron una cruz tejida de palma bendita. Y, tal como se esperaba, el canto del gallo se escuchó cuatro días después que fue enterrada. Y todos supieron, entonces, que el espíritu del gallo acompañaría al espíritu de María Sabina, que entonces despertó y se fue para siempre al Ampadad, el lugar de sus mayores, allá donde las flores.

INCLUIDO EN
GENTE DE MÉXICO
Fragmentos de esta entrevista fueron utilizados para las cédulas museográficas de la Sala María Sabina del Museo Nacional de Culturas Populares de México D.F. 2006. Incluida en antología “Oaxaqueñas que dejaron huella”, Edición Mujeres en el Tiempo, Oaxaca, México 2010.
(c) Waldemar Verdugo Fuentes.
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